Jorge Abel Carmona Morales*
La calle de la amargura es el refinamiento hecho imagen, sin advertir que en el mundo se está haciendo otro tipo de cine y que los protocolos publicitarios demandan otra cosa.
Por eso Arturo Ripstein, el genial director mexicano, cada vez sube un escalón más en su ya dilatada carrera fílmica. Es el maestro de lo esperpéntico, es el adorador de la crueldad en lo cotidiano. ¿Qué, si no, es esta película? Dos putas cincuentonas engañan a dos enanos enmascarados que se ganan la vida en la lucha libre para arrancarle algunos pesos que éstos se ganan en los combates. Unas cuantas gotas para los ojos, en dosis normales no hubieran causado ningún daño a un hombre de estatura promedio, pero en estos hombrecitos causan la muerte. Aquellas mujeres, una de las cuales vive con su marido sesentón y trasvestido amante de los muchachitos, la otra saca a pasear a su madre ochentona en un carrito de balineras para pedir limosna por las calles del distrito, conforman una pareja tan original pero tan lastimera que al espectador necesariamente le genera una mezcla de conmisceración y admiración. Por calles raídas, paredes agrietadas y personas aferradas a un pedacito de esquina, estas mujeres luchan contra la presión social, en medio de un mundo tan real que parece un escenario surrealista. Pero eso es América Latina, una colección de curiosidades pequeñitas que se convierten en una inmensa colcha de retazos en una tierra apisonada por la miseria.
Foto/Tomada de goo.gl/FsCBq8//Papel Salmón
El director mexicano Arturo Ripstein comenzó su carrera cinematográfica como asistente de dirección de Luis Buñuel en El ángel exterminador”(1962).
Por eso la apuesta cinematográfica de Ripstein es una apuesta estética y una apuesta sociológico- antropológica que es estética precisamente porque las imágenes son un cuadro fiel de la esperpéntica realidad de América Latina.
Lo esperpéntico es un desprendimiento natural de un territorio acostumbrado a reparchar esa cotidianidad maltrecha por los estragos de una economía mal planificada, en manos de gobiernos cortoplacistas, que se prolongan objetivamente en la infraestructura desecha por lo inacabado de proyectos formales pero que no han solucionado los problemas de la sociedad. Los hábitos de las personas, los comportamientos extravagantes, la cultura particular de esta porción del planeta cargan con actitudes reprochables, ejércitos de inadaptados, desprecio por las mínimas condiciones de dignidad que deben existir entre las personas.
Lejos de los juicios relativistas que ven en la cultura un crisol de riquezas dignas de elogio, Ripstein nos parece decir que esas actitudes características de ciertas sociedades vienen aderezadas con unas condiciones objetivas derruidas por la miseria. Esta va generando todo un bagaje de comportamientos que encauzan las relaciones entre las personas por senderos que requieren de una pronta reconstrucción para tener un mejor futuro.
En La calle de la amargura los personajes andan por la calle o se refugian en sus casas sin un ápice de autoconciencia; todo lo que hacen, todo lo que viven, sus experiencias son un hilo de continuidades trágicas por esa cotidianidad desesperanzadora. En medio del dolor de su propia condición se van generando sentimientos de culpa que, de vez en cuando, se confunden con gestos de amor entre amigos o familiares.
Todo lo que uno podría considerar como una exageración o un énfasis es simplemente un implemento necesario de esa realidad cruda en la que se ven inmersos estos hombres y mujeres que han hecho de la pobreza un extenso proveedor de negocios ilícitos con los cuales se busca la caída del otro. El delito no tiene un límite claro, entre las fronteras no hay márgenes bien delimitados sino prolongaciones que también ensanchan una moral maleable y forjada por la tradición. El odio convive inextricablemente con el amor y los actos se realizan con la misma pasión.
Esa es la perspectiva filosófica del director: una comprensión de la condición humana que no admite maniqueísmos, sino que mira las causas y les da procesos que desencadenan explicaciones del porqué los seres humanos hacemos lo que hacemos. Esa sabiduría de un hombre que ha confeccionado varias de las mejores películas latinoamericanas de todos los tiempos y algunas de las mejor elaboradas en el mundo, es un retratista que ha sabido mostrarnos en la crudeza más esencial. En esta obra reitera su universo cinematográfico de una realidad mexicana que puede extenderse a la mayoría de nuestro territorio latinoamericano. En ese sentido, ese lazo tan estrecho entre un horizonte histórico de los mexicanos con países como Colombia, por ejemplo, hablan de una comprensión sólida de que los vínculos no son solo territoriales sino culturales, obviamente con las respectivas diferencias. Como documento audiovisual, Ripstein pone en La calle de la amargura un inmenso fresco de nuestra desventura.
Como en sus mejores interpretaciones, el director cuenta nuevamente con su actriz fetiche Patricia Reyes Spíndola, una gran artista que, a sus 64 años, igual que en sus mejores interpretaciones como en La reina de la noche, ahora, crea uno de sus mejores papeles. Siempre tan puesta, con esas facciones tan marcadas y ese rostro tan decidido, deja un halo de credibilidad. En La calle de la amargura, el papel de prostituta otoñal, cuadra perfectamente con su rol de hija desalmada que no tiene ningún escrúpulo para conseguir el dinero de cualquier modo. Como una actriz imprescindible en el cine de Ripstein también es una actriz icónica del registro audiovisual latinoamericano. En su cara se hayan múltiples expresiones que han sabido darle forma a las adversidades de nuestra compleja realidad.
Arturo Ripstein va llegando poco a poco a su mejor forma como director. Pasará un tiempo largo antes de que otro autor pueda capturar en imágenes esa esencia tan marcada del ser latinoamericano.
*Antropólogo. Magister en Filosofía U. de Caldas.
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