Jorge Abel Carmona Morales*
La película habla sobre la inadaptación, el extrañamiento, la incapacidad para relacionarse... Ciertos comportamientos tienen sus raíces en historias personales que no podemos juzgar por el desconocimiento que tenemos de ellas. Una mujer sueña que es un ciervo, y en aquel sueño se encuentra con otro ciervo, es macho, se tocan, muy tiernamente; increíblemente, un hombre mayor, sueña lo mismo. Esa joven, no ha tenido contacto físico con nadie, juega con muñequitos para intentar simular una posible relación. En esta historia abundan los contrastes, la pasibilidad y la violencia. El escenario es un matadero de reses, donde viven personas acostumbradas a la sangre, pero también acostumbradas a los silencios. Esta película húngara tiene dos grandes actores que llevan esta historia hasta sus últimas consecuencias. A todas luces, estamos en presencia de una gran película.
Esa maestría se puede analizar desde tres frentes al menos. Su tema es de actualidad y es polémico porque muestra la imposibilidad de la comunicación en una sociedad en la que aparentemente abundan los medios de comunicación masivos, en primer lugar. Su delicada construcción de planos que brindan puntos de vista subjetivos como un homenaje o un respaldo a personajes apartados por la “normalidad”, en segundo lugar. Su gran dirección de actores, es el talento de un reparto maravilloso capaz de crear un mundo interior y un clima exterior de opresión social, en tercer lugar.
El punto inicial corresponde a la puesta en evidencia de ciertos comportamientos que podrían parecer anormales, por las etiquetas sociales, que van generando una serie de pautas, de las cuales, apartarse constituye una exposición a la discriminación. Las graves miradas de los otros son una marca de maniobrabilidad en la cual, las personas generan lazos de suficiencia para cumplir con sus funciones cotidianas. Las burlas, no son simplemente una obstaculización individual, sino una tendencia de actitudes con las que un conjunto de personas concede ciertos permisos de desenvolvimiento colectivo.
En la obra, una mujer joven y bonita llega a una central de sacrificio como inspectora de calidad, con un deje de autismo por sus reservas y su imposibilidad de construir relaciones avaladas socialmente como estándares. Sus palabras a destiempo, sus miradas fijas en objetos y en personas, su interacción impostada para parecer normal, obligan a pensar al espectador que este personaje ha sido moldeado por las influencias anteriores, tal vez de familiares (en la obra no queda claro). Como un aspecto confirmante de la situación sospechada por el público, aquella mujer tiene citas periódicas con un terapeuta que, incluso, frente a tamaña desproporción de imposibilidad interactuante, siente que no puede brindarle la ayuda suficiente. ¿Cómo aceptar el contacto, y peor aún, cómo acostumbrarse a él cuando la única piel que se ha sentido sobre el cuerpo de uno es la de uno mismo? El terapeuta, rebasado por algo tan sui géneris, se sorprende ante la prueba de animales para lograr un contacto con una piel de un ser viviente, que en “el matadero” de reses y de cerdos, estos animales pueden ser un buen entrenamiento para lograr aquello.
El colmo de la incomunicación se aprecia en la necesidad de comparar un celular ante el posible llamado telefónico de su jefe, un hombre mayor e inválido de una mano, que empieza a hablar con ella. Este simple hecho ya ni siquiera es considerado un acto de rebeldía sino un síntoma de desadaptación social. María es solitaria por desconocimiento, no porque no tenga la capacidad de interrelacionarse. En la vida de los seres humanos todo es construido socialmente, la cultura moldea a las personas a su imagen y semejanza y establece normas de comportamiento que genera también ciertas actitudes, acceso, uso y trato de ciertos objetos que son valorados por una comunidad.
El director, Ildikó Enyedi tiene el mérito de dibujar al personaje como una víctima de la sociedad; si alguien es responsable de las actuaciones individuales es el colectivo. María es un alma relegada, pero alberga una contenida necesidad de ser amada por alguien, por eso las reacciones desmedidas ante las actitudes de los otros, no se muestran inverosímiles.
El segundo punto combina unas imágenes muy fuertes sobre todo por la muerte de los animales que se sacrifican en ese lugar, un sitio donde se producen comportamientos de dudosa ética, con puntos de vista subjetivos donde el director se encarga de generar perfiles de solidaridad con un personaje tan extraño para el mundo. Las perspectivas, las posiciones de las cámaras, el tamaño de los planos, realzan el sufrimiento de María y la comprensión de Endre sobre esa muchacha desadaptada. Los primeros planos a veces aumentan la sensación de felicidad que experimentan este hombre y esta mujer, proscritos, tal vez auto proscritos por una decisión de huir del mundo. La recompensa de los dos, viene por el amor que es mostrado desde la perspectiva de María, principalmente, en un ritmo de la máxima felicidad posible que dos seres, uno por desencantamiento de sus relaciones de pareja anteriores y otro por el inmenso vacío que significan los otros.
Finalmente, Morcsányi Géza (Endre) y Alexandra Borbély (María), cumplen con dos excelentes papeles, de una sutileza envolvente y con la credibilidad que dos personajes tan disímiles en experiencias, pero tan unidos en la soledad, pueden construir en este entramado de carencias afectivas. No solamente el uno para el otro constituye el equilibrio de la balanza donde el fiel apunta hacia el espectador, que se conmueve de ellos, sino que balancea los rostros, las miradas, las palabras de los dos en esos lugares tan disímiles donde reina el desbarajuste, que no puede ser adivinado o diagnosticado por ningún parámetro psicológico. Lo clínico a veces no opera en comportamientos tan sesgados socialmente.
*Antropólogo. Magister en Filosofía. Universidad de Caldas.
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