LA PATRIA | Manizales
Su infancia no fue fácil. No creció en plazas de toros ni deseando vestirse de luces, como muchos niños de su edad. Tampoco conocía a fondo el mundo de la tauromaquia cuando se enfrentó a un astado por primera vez en su vida. Para Carlos Manuel sobresalir ahora entre los mejores banderilleros y subalternos del país ha sido una aventura de gratitud, suerte y confianza.
Ninguno de sus apellidos es Garrido, como muchos creen. Su nombre registrado es Carlos Manuel Rodríguez Lozano, oriundo de Córdoba. Por eso, es evidente sentir su acento costeño al conversar con él. Eso sí, todos le conocen como Garrido.
Su mote es cuestión de herencias amistosas. Cuando Carlos Manuel, un adolescente de 15 años, buscaba prepararse en una escuela taurina antioqueña, un aficionado lo apodó así para recordar a su amigo Garrido del Puerto, como le llamaban. De allí que Garrido sea una reminiscencia dentro y fuera de la arena.
Montelíbano (Córdoba) lo vio nacer. Esta localidad de corralejas y celebraciones, situada al pie del río San Jorge, fue su pasaporte a una aventura que hoy se sigue escribiendo.
A sus nueve años de edad trabajaba en sus tiempos libres en la fonda de sus padres, en la que en época de corralejas y fiestas hacían sus mejores ventas. “A mí desde niño todo el tiempo me gustaron las corralejas y mis padres una vez me llevaron. Después, cada vez que tuve la posibilidad de escapármeles me iba para las corralejas. Mi primer lance fue cuando tenía nueve años”, narra Carlos. A lo que agrega jocosamente: “Ya no me cocino con dos burros de leña”, buscando así expresar que han pasado 16 años desde entonces y que con los años ha madurado.
En los días del fandango, a la fonda de sus padres acudían para celebrar los manteros, banderilleros y hombres importantes de las corralejas. “Guardaban en la fonda los capotes y a mí me daba mucha curiosidad tocarlos. Es más, incluso les cosía los capotes cuando estos recibían una cornada”, explica Garrido.
Los papás no estaban muy convencidos de la cercanía de Carlos a las corralejas. Se alejaron de estos espectáculos, pero él no. “A los 11 años decidí irme del lado de mis papás y me fui para una corraleja en Ayapel (Córdoba). Ahí desperté y supe que esa lidia era lo que quería”.
En Planeta Rica (Córdoba) un buen amigo le dio posada por dos años, hasta que a los 13 años se marchó a trabajar a una finca donde había toros de corralejas y “yo hice de cuanta vaina había en esa finca y nunca di bola para nada. Solo para el ganado, imagínese”, cuenta.
Unas corralejas en Sabaneta (Antioquia) organizadas por el patrón de la finca lo llevaron al corazón de la tauromaquia.
Por circunstancias de la vida y las amistades llegó a Itagüí (Antioquia) donde el aficionado Carlos Calvo lo convenció de dedicarse a la tauromaquia. Venció la desconfianza de Carlos Manuel y lo llevó a la Escuela Taurina de Antioquia de Luis Ritter.
“No tenía idea qué era ser torero. Solo veía videos de corridas por televisión y pensaba que los toros mansos eran para mí por mi pasado en las corralejas”, apunta. “No tenía ni idea qué era ser torero”.
Con 14 años comenzó en la escuela. “Ahí lo vi muy complicado para ser matador de toros. Ponerse por delante de un toro es de mucho respeto y admirar mucho. Además el tema económico es complejo”, comenta.
Luego de que sus compañeros de la Escuela Taurina de Antioquia cogieron diferentes caminos, Carlos optó por residir en Bogotá y con ello tomó la decisión de ser subalterno, aunque se vio impulsado a retirarse del mundo del toro. Su amigo Miguel Escobar lo animó entonces para que se hiciera banderillero. “Es muy verraco, ¿sabes?”, acentúa.
Comenzó a alternar su vida con el comercio independiente vinculado con “la costa”.
“En la vida hay que torear hasta la misma vida”, señala, en referencia a las fatigas de un periplo que ya cumple 17 años.
Sostiene que las corralejas le dieron el valor necesario para llegar a los ruedos y ser más arriesgado al momento de los palitroques.
Sobre la técnica dice: “Gracias a Dios tengo buenas facultades y eso me da confianza. No me gusta pasar en falso o dejar un solo palo, pero siempre me he preocupado por dejar el par como debe ser porque también pienso en la gente que paga una boleta para ver un espectáculo. Sé que no van a verme a mí, pero sí quiero que queden a gusto”, manifiesta.
Aunque solo ha salido del país a torear a Venezuela, sus ilusiones están también en llegar a otras latitudes.
Recuerda que el 14 de octubre del 2013 en Manizales se hizo profesional y es su recuerdo más dulce, en medio de memorias de un hombre arriesgado, devoto a Dios y que no teme estar entre pitones para dejar su mejor par.
“En la vida hay que torear hasta la misma vida”
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