Blanca Eugenia Giraldo
LA PATRIA | MANIZALES
Dos troncos de madera sirven de puente para llegar al caserío, donde los niños juegan entre pantano, gallinas y patos. Otros prefieren un columpio pendiendo de un árbol. Están descalzos y escasos de ropa. Lo mismo las mujeres, aunque Luz Dary Hogarí Morales lleva su mejor atuendo, un vestido granate que resalta su piel morena.
Las pocas casas son de ladrillo y guadua; cada habitación es para una familia, algunas hasta con 10 o 12 personas. “No hay mucho dónde dormir, y nos reunimos tres hijos ya grandes y dos niñas de 10 añitos, mi esposo y las sobrinitas de él”, dice Hogarí.
En Lavaderos la pobreza se pasea como si fuera su escenario natural. El territorio está lleno de necesidades y es escaso en alimento y trabajo. Es más, aún viviendo en el campo no pueden trabajar su tierra, porque la poca que poseen es improductiva y utilizada para viviendas; entonces, se ven obligados a conseguir su sustento como jornaleros y, en momentos extremos, buscan la mendicidad como su mejor camino.
Cristina Hogarí, de amplia sonrisa, responde con naturalidad cuando se le pregunta con qué alimentan a los animales: “pues con lo de la tierra, no tenemos más que darles; es más, son las gallinas las que nos dan alimento y, a veces, las vendemos para tener qué comer”. Esto lo dice mientras refriega un yin en la nueva batea. “Mire, estamos estrenando lavadero, baño y sanitario”, dice, pero como todo lo que choca con sus costumbres es difícil de aprender, por eso cuenta que algunas mujeres no lo han usado aún.
Esta comunidad Embera-Chamí hace 20 años habita la región. Llegó de Pueblo Rico (Risaralda) con la esperanza de un mejor futuro, por eso procuran que los niños estudien, como es el caso de los dos hijos de Luz Dary que aprovechan la escuela cercana al lugar. Sin embargo, hay otros pequeños como Felipe, ya mayorcito, que dice que no estudia porque no tiene los papeles; él llegó hace poco de Pueblo Rico.
Sentada en un tronco que simula una escalera, Yolima Tanugama Hogarí observa cómo su abuela colorea las callanas que ella misma hizo. "Sale los viernes al pueblo y las vende, pero también pide limosna", dice Yolima.
José Daniel Chicama Guazorna, gobernador del cabildo indígena de Dachijona, ya presentó un censo parcial a las autoridades municipales. “Nosotros somos 115 familias en toda la comunidad (Lavadero, Galicia y San Isidro), como no tenemos tierra para trabajar toca ir a otras partes. Los hombres cogen café para sobrevivir; por eso, cuando no hay trabajo escogen la mendicidad como su medio de sustento, lo que molesta a los pobladores de Anserma”.
El gobernador agrega que solo para Dachijoma requieren 200 hectáreas. "Aquí nos visitan mucho y no pasa nada. Incluso vino gente del ICBF de Bogotá, para mirar todo y no se resolvió nada. Decían que no hay condiciones ni siquiera para hacer una guardería; solo solicitaron comida al ver la desnutrición", afirma Héctor Jaime Vinasco, líder indígena de Riosucio.
Inmersos en la zona urbana de Anserma, los cabildos de Galicia y San Isidro parecen encajar a la fuerza en la ciudad. Aún sin percatarse de la presencia de visitantes, se les escucha un ligero cuchicheo en Embera, luego explican que ellos se comunican en su lengua y conservan sus costumbres, solo que les toca sortear penurias porque son indígenas sin tierra.
Allí las casas conservan la guadua como su material de construcción; también utilizan cemento y ladrillo. Para el techo, hojas de zinc y, algunas, de eternit. Son cinco casas para 15 matrimonios con sus respectivas familias.
Sentada en el suelo, Marleny de Jesús Flórez teje a mano un traje para que hijos y nietos puedan bailar. Las telas son bastante coloridas y aún con sus manos rollizas tiene bastante habilidad para doblar y unir pedazos hasta formar lo que es una blusa.
Ella es la abuela de este cabildo, tiene 55 años, 11 hijos y 7 nietos. Con su esposo, Tiberio Naamundia Dregamá, también de 55 años, llegó de San Antonio del Chamí en 1991. “Vivimos de la cosecha y ganamos para comer. Somos 140 personas, aquí solo falta comida y un territorio para trabajar. ¿Qué pasa que no nos reconocen?”, se pregunta Tiberio.
En ese mismo patio también yace María Elsa Lamundia sentada en un pedazo de tronco de madera. Carga a su bebé enferma. “Tiene diarrea, vómito y fiebre; no la he llevado al médico porque estoy dejando que el jaibana lo sane”. En ese instante su niña, de al menos cinco años, la interrumpe para decirle que va al restaurante; espera contar con suerte para que otros niños no asistan y quede un almuerzo para ella.
María Elsa estudió hasta cuarto de primaria; al mirar a su hija enferma dice que, a veces, se le infla mucho la barriguita. Dice protegerla con cuerdas con ajo anudadas al cuello, las muñecas y el tobillo, para que se cure bien.
Cuando no hay trabajo se tienden al sol, como lo hace Ferney, para dormir en el patio y tal vez así olvidar las muchas necesidades que tiene su familia.
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