La crisis de la Universidad San Martín, que tuvo que ser intervenida por el Gobierno Nacional tras comprobarse una serie de irregularidades administrativas de profunda gravedad, tiene que llevar al país a ponerle el freno a las llamadas universidades de garaje, que se aprovechan de la necesidad y esperanza de futuro de numerosas familias colombianas, y convierten a la educación en un lucrativo negocio en desmedro de su calidad y de lo prometido a padres de familia y alumnos.
Con la calentura de la denuncia acerca de lo que venía ocurriendo en la San Martín, el presidente Juan Manuel Santos se comprometió a presentar un proyecto de ley al Congreso de la República, con el que se garantice la protección de los estudiantes en este tipo de casos. Es verdad que el Ministerio de Educación tomó medidas coyunturales para que los alumnos puedan terminar sus carreras y que los profesores que no han recibido sus pagos puedan continuar con sus labores en las aulas, pero hay que ir más al fondo.
Si Colombia quiere en serio caminar hacia la mejor educación de América Latina en el 2025, como lo viene pregonando el presidente Santos, las políticas educativas tienen que estar dirigidas no solo a fomentar la investigación, la innovación y las ciencias aplicadas, por ejemplo, sino que tiene que conformar un férreo esquema de evaluación y seguimiento que no permita que los problemas avancen de la manera en que lo hicieron en el caso de la San Martín. Debemos recordar que en el pasado la Universidad Antonio Nariño también fue blanco de sanciones, debido a otra clase de irregularidades. Esas son cosas que tienen que acabarse.
Ahora bien, estamos convencidos de que no se tiene que destinar más burocracia para desarrollar estas tareas de vigilancia de la calidad educativa, de tal manera que la superintendencia que se viene promoviendo no es necesaria, y solo actuaría como una especie de cortina de humo ante la gravedad de la situación. El propio Ministerio de Educación cuenta con los respaldos legales que le permiten ejecutar estas tareas y evitar que los estudiantes sigan siendo engañados.
Lo ocurrido con la San Martín tiene que llevar al Gobierno a emprender una tarea de seguimiento más cercana a las distintas instituciones, para que tales hechos no se terminen replicando. Inclusive debería proyectar toda una estrategia con las secretarías de Educación de los departamentos y municipios, y conformar una especie de red que en forma coordinada observe cuáles universidades sí cumplen y cuáles no con los estándares mínimos de una educación de calidad. Las autoridades locales deberían ser las que más exijan en este aspecto, pues los índices de competitividad de las regiones también tienen mucho que ver con estos hechos lamentables en la educación.
No puede venirse a esgrimir alegremente el argumento de la protección de la autonomía universitaria cuando algunas entidades pueden estar abusando de los derechos de sus estudiantes, además porque dicha autonomía tiene que ver con los asuntos académicos y no con los administrativos. De tal manera que el Gobierno no puede tardarse demasiado para establecer un sistema que, además de evitar descalabros económicos en las universidades, asegure que los estudiantes recibirán lo justo en formación con relación a lo que están pagando.
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