Con la desmovilización de guerrilleros que vendrá después de la firma del acuerdo final para el fin del conflicto con las Farc, los desafíos para la reinserción se convertirán en el pan de cada día, y no será fácil para la sociedad colombiana aceptar la convivencia con quienes vienen de delinquir. Será en ese escenario de tensiones sociales en el que se deberá emprender la construcción verdadera de la paz, con bases fuertes para que no regrese la guerra, y para que las fuertes polarizaciones políticas solo se expresen a través de las palabras y de actos que se rijan por las reglas de la democracia.
El pasado domingo, en LA PATRIA, fueron publicados informes que dieron cuenta de esa realidad que se avecina, a través de experiencias aisladas que ya se han dado y que no han sido fáciles para sus protagonistas. Para quienes infortunadamente su infancia y juventud transcurrió en la ilegalidad, debido a todo tipo de causas, muchas veces involuntarias, no es sencillo hacer un tránsito hacia lo legal y reconstruir sus vidas. En la raíz de sus historias está, en diversos casos, la ausencia de oportunidades para ser personas de bien y ahora, estigmatizadas, tener vidas normales resulta una odisea.
Si hoy se les pregunta a los empresarios colombianos si están dispuestos a recibir y darles trabajo a los desmovilizados de las Farc, un alto porcentaje con razón se mostrarán esquivos ante la pregunta y, en la práctica, pocos abrirán sus puertas a esa posibilidad, y hay que entender que no se trata de una discriminación injustificada, sino que para cualquier persona y más para un empresario es un enorme riesgo trabajar con quienes han dedicado sus vidas al delito. Ahora bien, hay numerosos casos exitosos en los que desmovilizados logran reorientar su energía hacia el bien y se convierten en personas productivas, que aportan positivamente a la sociedad.
La ausencia del Estado fue terreno fértil para que los grupos armados ilegales reclutaran a miles de campesinos y los convirtieran en criminales. La gran mayoría de guerrilleros, motivados además por las ansias aventureras propias de la juventud y la ausencia de un horizonte de futuro en el campo, terminaron en la guerra sin haber ido a la escuela y sin tener herramientas para salir adelante por vías legales. Por eso, ahora que miles de estas personas regresarán lo fundamental es ofrecerles la educación que les faltó en sus primeros años, integrarlas a la sociedad por las vías del conocimiento y capacitarlas para el trabajo en sus medios naturales.
Lo ideal sería que no terminaran ubicados en lugares en los que no se sentirán cómodos y, además, podrían convertirse en factores de conflicto social. Más que pretender que se vayan a las ciudades a buscar empleo en empresas, se abre la oportunidad de que regresen a sus lugares de origen, se reintegren a sus familias, y ofrecerle a todo ese grupo humano las posibilidades de trabajar el campo en condiciones favorables no solo para ellos, sino para todo el entorno y el país; es la oportunidad para que se conviertan en emprendedores agrícolas que puedan sobrevivir y crecer en condiciones dignas.
En los acuerdos de La Habana el punto del agro es central, y corresponde a un paso que tarde o temprano debe dar el país para que la agricultura sea una actividad que, además de garantizar la seguridad alimentaria de los colombianos, logre exportar productos con valor agregado. Se especula acerca de que la paz será costosa, y tal vez lo sea si no se toman las decisiones adecuadas. Si se piensa bien, se capacita a los reinsertados en las áreas que se debe y se les ayuda a prosperar, los beneficios para Colombia serán incalculables. A los colombianos nos toca superar la estigmatización, entender la profundidad del problema, y darles una nueva oportunidad a quienes se equivocaron y ahora quieren corregir el rumbo.
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