a Navidad es tiempo de cambio. Quienes asisten con fervor por esta época a las novenas de aguinaldos y al lado del pesebre renuevan la esperanza de un mundo mejor con sus seres queridos, tienen abierto el corazón hacia ese cambio que debe darse desde muy adentro de su ser. Esa sensación es la que da lugar a una verdadera espiritualidad, que va más allá de la moral que solo se dedica a ver la paja en el ojo ajeno, y que más bien se emparenta con la bondad, con el amor sincero.
En ese marco, aunque con un objetivo claro hacia las figuras jerárquicas de la Iglesia Católica, el papa Francisco emitió el pasado fin de semana un célebre discurso que puso a pensar a muchos, acerca de lo que debe ser en realidad esa institución sagrada que lidera la evangelización de la humanidad desde el Vaticano, pero que se extiende a todos los rincones de la Tierra en forma de parroquias manejadas por sacerdotes.
El pontífice advirtió acerca de las 15 enfermedades que amenazan a la Iglesia y a la curia romana, entre las que surgieron con mayor impacto lo que Francisco llamó alzheimer espiritual, esquizofrenia existencial y terrorismo de los chimentos. Clamó por una mayor autocrítica que permita la mejora real, donde la patología del poder no se transforme en narcisismo que impide ver la imagen de Dios en su proporción auténtica y real.
Se trata de un duro llamado, de unas reflexiones profundas que deben comenzar en las cabezas de la Iglesia, pero que también deben descender hacia los niveles más aterrizados de la institución clerical, con el fin de tener un contacto más directo con los más necesitados de ayuda espiritual, con los más pobres, con los que empiezan a perder la esperanza. Si esas directrices son bien escuchadas, la Iglesia será cada vez más cercana y los fieles del catolicismo se multiplicarán al verse reflejados en iguales que los comprenden y aman de verdad.
Si estos mensajes deben calar en los miembros de la institución religiosa, más debe hacerlo en los fieles que asistimos a las distintas celebraciones y que debemos fijarnos sobre todo la meta de tener armonía con Dios y con el prójimo, con el convencimiento de que en la medida en que habiten en nosotros la generosidad, la humildad y la fe, podremos construir un mundo en paz, un mundo en el que los momentos felices estén siempre presentes, y las amarguras sean superadas con la fortaleza que da espiritualidad.
Para superar ese alzheimer del que habla el papa es preciso acoger fechas como la de la Navidad con un recogimiento sincero, con el ánimo de superar las diferencias con los hermanos, los padres, los hijos, y disponerse a crecer como familias en las que reinen los valores de hacer el bien, de ser solidarios, de ser respetuosos y de tener la valentía de estar dispuestos al perdón. Grandes retos tenemos, pues, en esta Navidad, en la que debemos pensar que un nuevo y próspero año tiene que nacer desde nuestros corazones.
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