Hay que reconocer y felicitar a los soldados del Batallón de Desminado Humanitario por su valiente labor de exponer sus vidas a cada paso en las montañas del oriente de Caldas, con el único objetivo de devolverles la tranquilidad a los campesinos de amplios sectores rurales del municipio de Samaná. Tras varios años de arduo trabajo, los uniformados desenterraron y destruyeron los cientos de minas instaladas cobardemente por el frente 47 de las Farc, incluso alrededor de los acueductos.
Es comprensible que pese a que los uniformados ya terminaron su trabajo y no hay indicios de que queden allí enterradas estas peligrosas piezas explosivas, los campesinos de esa zona de Caldas aún no caminen tranquilos. Fueron muchos los niños, los humildes labriegos y las mujeres que perdieron sus extremidades o murieron por haber pisado terrenos minados en las veredas Yarumal, El Congal, La Sombra y Guacamayal, por ejemplo. En el departamento hay un reporte de 34 muertos y 140 heridos por este motivo. Este es uno de los más perversos efectos de la barbarie en la que se convirtió el conflicto armado en nuestro departamento.
En todo Colombia se mantienen enterradas miles de minas antipersonal, las cuales fueron instaladas por los guerrilleros desde la década de los 90. Nada menos esta semana en el municipio de Inzá (Cauca), el ejército logró desactivar cuatro artefactos que estaban cerca de un parque infantil. Gracias a que la comunidad las descubrió y lo comunicó a las autoridades se pudo evitar un desenlace fatal. Esa es la actitud que los pobladores de las zonas que tradicionalmente han sido usadas por los subversivos para movilizarse deben asumir, para evitar nuevos hechos lamentables.
Sin embargo, lo que debe ocurrir es que las Farc, en una muestra real de voluntad de paz, entreguen a las autoridades las coordenadas de los lugares en los que están sembradas estas minas en todo el país. Es algo que ayudaría a que muchas comunidades que hoy se sienten amenazadas comiencen a ver que ese grupo tiene un interés verdadero por la paz. Incluso, esos mismos subversivos deberían acometer esa tarea, pero como es poco probable que lo hagan, lo que deberían hacer es decir dónde están instaladas, para que no haya más niños amputados.
Es desolador saber que instalar una mina puede tardar dos minutos; erradicarla, horas, días o semanas; ubicarla puede costar 3 dólares y quitarla entre 500 y 600 dólares, de acuerdo con cálculos internacionales. Es fundamental que la gente pueda dejar a un lado la zozobra con la que conviven, sabiendo que pueden moverse por el campo sin temor a perder la vida en forma repentina.
Por fortuna, los mismos campesinos reconocen hoy que en esas veredas de Samaná en las que reinó el terror hace algunos años hoy ya no se mueven grupos armados ilegales. Eso abre la oportunidad de que las dinámicas agrarias se reactiven y que los pobladores encuentren los caminos hacia un futuro, pero ahora que ya no hay minas lo que se necesita es que estas familias comiencen a ser apoyadas para emprender proyectos productivos que aseguren su supervivencia y que ayuden a garantizar la seguridad alimentaria para todos los caldenses.
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