Cuando se creó la Organización de Estados Americanos (OEA), el 30 de abril de 1948, con el ánimo de ser un foro político en el que los países miembros pudieran tener un diálogo multilateral, en el que los temas de seguridad y fortalecimiento de la democracia y la paz serían centrales, se tenía en la mira un propósito de ayudar a que las relaciones diplomáticas fueran primordiales entre los socios, y que los conflictos entre ellos tuvieran salidas negociadas que ayudaran a que todo el continente se integrara y fortaleciera.
La realidad hoy es que hay una total inoperancia. Es entendible la actitud de desilusión que muestra la ministra colombiana de Relaciones Exteriores, María Ángela Holguín, quien se duele de que ni siquiera se haya logrado que los cancilleres de los países miembros se reunieran a analizar el tema, con el propósito de encontrar una solución a la crisis humanitaria que se generó en la frontera de Colombia con Venezuela, debido a la actitud dictatorial de Nicolás Maduro de expulsar de ese país a nuestros compatriotas, entregando toda clase de argumentos absurdos.
A la humillación que hemos sufrido durante estos días como colombianos, al ver a nuestros compatriotas sacados de la peor manera, con ultrajes y con casas marcadas y destruidas, se le suma que 5 países hayan dado la espalda y otros 11 se hayan abstenido de participar en la votación para llamar a la reunión extraordinaria de cancilleres. Estamos frente a un desplazamiento masivo, forzado y violento de personas indefensas y vulnerables, lo cual tendría que ser repudiado desde todas las instancias democráticas, pero lo que vemos es un silencio cómplice.
La posición de ese organismo va en contravía de lo que debería ser su razón de existir. La OEA debería encarnar ese poder supranacional que lograra apaciguar los ánimos cuando alguno de sus miembros tratase de pasar por encima de los derechos de sus demás compañeros en esa organización, como está ocurriendo hoy específicamente con Colombia.
Su condición de árbitro válido y respetado debería tener un peso específico claro, defendido por todos los países con total entereza, ya que solo esa actitud podría hacer que sus decisiones sean acatadas y defendidas. Parece que la actitud populista de Venezuela que, en muchos casos ha regalado petróleo a otros países del área, le dio resultado. Es una lástima que se trate con tanta irresponsabilidad un asunto tan serio.
Lo peor es que el invento reciente de Unasur, en el que Venezuela tiene una ventaja considerable frente a Colombia, en cuanto a la balanza de decisiones, podrá aprovechar el ausente liderazgo de la OEA para tratar de sacar ventaja. Es evidente que la presencia del expresidente colombiano Ernesto Samper en la secretaría ejecutiva de esa organización, en lugar de representar un apoyo para Colombia se convierte en el peor contrapeso. Su papel es realmente lamentable y no hay que esforzarse mucho para observar su inclinación hacia Maduro, quien tiene prácticamente cooptada a Unasur.
Para colmo de males es lenta la reacción de la Organización de las Naciones Unidas, que una semana después de comenzada la operación de expulsión de colombianos se hizo presente en la frontera, con el simple propósito de enterarse acerca de lo que está pasando, sin comprometerse a condenar abiertamente los atropellos y la actitud soberbia y exagerada del gobierno vecino. Ojalá que si el Gobierno Nacional se decide a llevar el caso al Consejo de Derechos Humanos de la ONU surjan las decisiones de rechazo y sanción que estamos esperando.
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