“...probablemente este no sea el final de alguien, sino el principio de nadie en la historia de la literatura universal. Pero es el legado natural de un espléndido ejemplar humano, de un trabajador bueno y extrañamente honrado, que quizá se merezca algo más que un puesto en la gloria internacional”. Estas palabras que escribió Gabriel García Márquez en 1961 para referirse a uno de sus héroes, Ernest Hemingway, bien le pueden calzar hoy a él, el más grande de los escritores de habla hispana de los tiempos modernos.
No en vano hoy los conocedores de las letras escriben su nombre al lado de Cervantes y no es para menos. Sus obras crearon una nueva manera de narrar. En ellas el realismo mágico encontró la mayoría de edad y le permitieron al planeta entender mejor la forma de pensar de un joven continente como lo es Latinoamérica. Millones de personas sienten la pérdida de este hombre, porque cuando un libro es disfrutado por un lector es su coautor y así se entiende cuando muere quien a través de las letras nos provoca tantas emociones. Cada uno de los escritos de García Márquez ha logrado ese propósito y si a eso le añadimos la figura de un hombre honrado, su aura de gigante seguramente será mayor y su gloria perdurará por siglos.
Siempre hay que recordar al más grande autor colombiano como un hombre de tesón. Sus comienzos difíciles los superó con el trabajo para cumplir el sueño de ser un gran escritor. No lo hizo con vanidades y soberbia, sino con entusiasmo y mente abierta. Cuando leyó la primera frase de la Metamorfosis, de Kafka, encontró que se podía escribir más allá de lo acostumbrado y entonces se metió a crear un mundo, o a recrearlo, porque al fin y al cabo cada una de esas historias son como él las recordaba, las que escuchaba de niño, de sus abuelos guajiros y que simplemente él, con la máquina de escribir, halló la forma de narrar y que también fueran creíbles para sus lectores de cualquier parte del mundo.
Basta releer el discurso que pronunció al recibir el Nobel de Literatura en 1982 o su capítulo en la misión de sabios en los 90, documento desgraciadamente archivado, para encontrar a un hombre cuyas preocupaciones trascendían las inquietudes literarias. Para él, era necesario voltear la mirada a la educación, brindar oportunidades de calidad para todos y permitirles a los niños volar con su imaginación, no truncarla en un sistema ortodoxo y cerrado. También le preocupó mucho antes que a otros la situación de derechos humanos en Colombia y buscó la manera de que se creara una organización que velara por los presos políticos, así le costara la persecución política.
Sus detractores, ya lo hemos visto por estos días, han aprovechado su amistad sincera con Fidel Castro para criticarlo, pero no tienen en cuenta que esos lazos permitieron que el régimen ablandara en muchas ocasiones frente a la situación de intelectuales cubanos, se liberara a otros y a esto se deben sumar las veces que interpuso sus buenos oficios en busca de que se hicieran acuerdos con las guerrillas en Colombia, para lo que Cuba ha sido un enlace clave, como lo es en los diálogos que se llevan a cabo hoy en La Habana. El poder le gustó, varias veces lo recreó en sus obras y en sus artículos de prensa, pero también por eso muchos se acercaban a él en busca de favores. Él lo tenía claro. “No quiero que me usen”, le dijo a su amigo Teodoro Petkof, cuando este le preguntó por qué no había vuelto a Venezuela en tiempos de Chávez.
Del joven escuálido de camisas escandalosas, el típico corroncho que chillaba en la puritana Bogotá de los años 50, poco quedaba. Eso sí conservaba su capacidad para gozar la vida, para crear, para brindarles cariño a sus amigos y familia y para enseñar a los menesterosos de conocimiento, como lo fueron cientos de periodistas que pasaron por sus clases y las de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, donde la experiencia de los maestros intenta contagiar de pasión a los jóvenes aprendices. Por eso también el periodismo está de luto. Ya lo dijo él en su libro de memorias: “Novela y reportaje son hijos de una misma madre”.
Aún hay quienes se deben el placer de leerlo y se pierden la oportunidad de entender por qué alcanzó la dimensión de mito. Desde sus primeros cuentos, hasta su última novela se encuentran las claves de un hombre de una memoria prodigiosa, capaz de hacer de la palabra la mayor arma de conquista. Lo suyo era atrapar lectores y hacer que estos dependieran de sus obras. Es imposible dejar uno de sus libros empezados, después de las primeras líneas. Por eso concluimos con lo que él escribió cuando se enteró de la muerte de Octavio Paz: “cuando se han escalado los peldaños más elevados de la gloria, cualquier elogio es superfluo”. Aquí más allá de adjetivos, queremos invitarlos a leer o a releer su obra. Será, sin duda, el mejor homenaje que se puede hacer a un maestro de las letras.
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