El derecho, dicen los tratadistas, es la última ratio. Es decir, debe reservarse para solucionar al final todo aquello que la sociedad no pudo por otros medios, cuando la razón ya no sirve más y se requiere de ejercicios coercitivos. Por eso, quien llega enjuiciado a un proceso penal es la persona que no cumplió con las normas impuestas por la sociedad y el Estado para preservar el orden y evitar la anarquía y la justicia por mano propia. Cuando los creadores del derecho pensaron de esta manera lo hicieron previendo que se alcanzaría así un mayor grado de civilidad y, por tanto, habría espacio para la persuasión y solo deberían llegar a los tribunales causas extremas.
No obstante, ahora se opta por la judicialización de todo, y es una paradoja, porque es el momento en el que los mecanismos alternativos de resolución de conflictos están más depurados, más tecnificados, con personal más capacitado y con normas que están previstas para hacer eficaces estos modelos. De hecho, las casas de la justicia como la que inauguró el ministro del ramo el martes pasado en Supía, y los centros de conciliación de universidades o entidades como las cámaras de Comercio permiten cumplir con esa máxima que ha hecho carrera de que es mejor un mal arreglo que un buen pleito.
A tribunales se van ahora discusiones entre vecinos, entre profesores de las universidades, entre comunidades, entre usuarios y entidades, entre jefes y subalternos, entre dependencias del Estado. Nada parece escapar a este mal. LA PATRIA informó hace poco sobre cómo se debió acudir a una acción popular para que los vecinos de los barrios La Isla, Marmato y El Nevado de Manizales llegaran a un acuerdo por la fuerza del juez y no por la capacidad del diálogo. Un pacto de cumplimiento obligó a la Alcaldía a tomar una decisión para construir un Centro Integral de Servicios Comunitarios. La decisión, para algunos salomónica, no fue la mejor: se repartirán las funciones en dos espacios, unas en un sector y otras en otro, con lo que se afecta al usuario, que no podrá tener concentradas todas las atenciones.
Este no es el único caso. Hay que recordar cómo en la ciudad, el anterior contralor de Manizales evadió su responsabilidad en el espinoso caso de los sobrecostos de la silletería en el Estadio Palogrande y prefirió acudir a una acción popular para que fuera el Tribunal Contencioso el que se pronunciara de fondo sobre la materia, cosa que no sucede. En la Universidad de Caldas, el Consejo Superior en lugar de asumir una postura frente a una recusación acudió al Consejo de Estado para que le aclarara si podía resolverla o no, con lo que se dilató la decisión y se violó el derecho de un consejero a sesionar durante seis meses. Solo algunos ejemplos, entre muchos.
Los ejemplos de Gustavo Petro en Bogotá y las cientos de tutelas, recursos y demandas que se interpusieron son también prueba de lo aquí dicho, así como el vergonzoso caso local de Empocaldas, en el que aún no se ha dado la última palabra. Pero espacio excepcional merece la salud, sistema que las EPS, IPS y otros más han vuelto un motivo para congestionar los despachos judiciales, al hacer de la tutela un trámite más y no el recurso excepcional para cuando se violan derechos fundamentales. Violentar a los usuarios se les convirtió a estas entidades en un pasatiempo, lo que merece que los jueces empiecen a sancionar a las que procedan de esta manera solo por razones dilatorias.
Mal anda una sociedad que debe llevar a los despachos judiciales todos sus conflictos. Hace falta un trabajo profundo para promover el diálogo entre diferentes, en la solución pacífica de los problemas y para que los nombrados en cargos de decisión, decidan y no deleguen en los jueces su responsabilidad. No podemos seguir congestionando los despachos judiciales porque como sociedad somos incapaces de entendernos. Esto explica mucho de la crispación política en las campañas y de la imposibilidad de concretar acuerdos reales de paz en el país. Todos deberíamos ser conscientes de ello, pues algo tenemos que ver o aportar.
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