Fernando Alonso Ramírez R.
NEGOCIOS|LA PATRIA*
Recuerda la calle del comercio en llamas. Su papá, don Mauro, entró al almacén de abarrotes y sacó un libro de cuentas. Lo demás se quemó. Corría el año de 1955. Héctor era entonces un estudiante más de Pensilvania y lo marcó lo que pasó después del incendio.
Su papá no estaba preocupado por lo que perdió, sino porque los campesinos iban a ir al pueblo el sábado a mercar y no encontrarían nada. Así que mandó a su hijo mayor en un camión a Honda y a Manizales, para surtirse y poder atender a su clientela. El fin de semana tenía abierto un nuevo negocio. "Ahí aprendí una lección muy fuerte de mi padre, el emprendimiento y lo social". Pensar en el otro, esa forma de solidaridad, es un valor que permanece inoculado en don Héctor Mejía, quien fundó y ha liderado el grupo Arme, de su familia, que lo componen empresas ferreteras, de distribución de vehículos y una fábrica en Chinchiná de materiales de hierro.
Durante años, don Héctor trabajó en la tienda de su papá en Pensilvania y allí desarrolló su habilidad comercial, la que le ha servido toda la vida. A los 18 años estaba tan metido en el negocio de abarrotes que desarrolló un especial cariño por las gentes del campo que se surtían allí. “Como comerciante terminaba como el padre confesor, ellos le contaban a uno todos sus problemas. Me fascinaba esa relación”. Desde joven soñaba con una finca en los planes al pie del cerro Morrón y hace un par de años se le presentó la oportunidad de hacerse a una. En ella cría ganado y ayuda a la comunidad. Es su don, no se le puede negar.
La primera vez que fue a la finca se encontró un derrumbe y a las gentes de la zona en un convite despejando la vía, y por lo menos tres campesinos que iban a ser sus vecinos aún se acordaban de él y lo saludaron por el nombre. "De esos campesinos, 12 a 15, por lo menos tres me llamaron por el nombre. 'Usted es don Héctor, el hijo de don Mauro', y eso me dio una satisfacción muy grande, que hubiera un recuerdo de nosotros". Confiesa que en ese momento le surgió una reflexión casi filosófica: "si quiero disfrutar esta finca, estar bien acá, tengo que pensar en la gente de Pensilvania y tengo que retribuirles algo. La pobreza verdaderamente está en el campo".
Por eso cree que lo primero que debe hacer el Gobierno para hacer que la gente insista en el campo es asegurarles que llegue el alimento. Por eso también a la gente de la zona, desde la Fundación Arme, repartieron semillas de maíz, fríjol, ramas medicinales y hortalizas, además cinco pollos para que renovaran su hato. Reunió a los vecinos y les ayudó a crear la Asociación de Paneleros de Morrón, la cual viene funcionando con buenos resultados, pues ya tienen su propio trapiche comunitario y vende toda la producción de sus 29 asociados, uno de estos es él, quien se encarga de la Administración. De cada tres atados, dos son para el dueño y uno para el trapiche. "Todo nos ha salido perfecto con la gente", cuenta orgulloso. Cuando lleva panela a Manizales la vende 30% o 40% mejor y los campesinos quedan contentos. La vende ahí mismo, en las oficinas de Arme y hay quienes ya preguntan si tiene.
Labores sociales
Cuando se le metió en la cabeza esta idea y recorría la finca conociendo los linderos llegó a la quebrada el Congal y se encontró las ruinas de una construcción. Resultaron ser las columnas de donde estuvo el trapiche de don Luis Gallo, construido hace por lo menos 50 años a lomo de mula. "Ese señor sacaba la mejor panela que había en Pensilvania". Sobre esas bases se edificó el nuevo.
La labor va más allá. Su esposa reúne a madres gestantes y madres solteras y con el grupo Varikunya les regalaron cunas y les brindan asistencia psicológica, social y legal. Ya han recibido estas capacitaciones dos grupos y están pidiendo de otras veredas, corregimientos y municipios que hagan lo mismo allá. Aunque se le nota incómodo hablando de la labor social de la Fundación de la familia, sí cuenta que su esposa dirige un refugio para 10 niñas de Pensilvania, en el sector de Morrogacho en Manizales, en donde ellas pagan una mensualidad simbólica para poder permanecer en la ciudad mientras estudian sus carreras universitarias.
Esa idea de ayudar, que forma parte del ADN de los Mejía es un don familiar, heredado de los dos padres, pero doña Elena influyó mucho en las obras sociales de Pensilvania, lo que sus hijos continuaron. “Mi mamá todo lo regalaba”, relata con gracia.
Nació Arme
Se describe como un vendedor nato. No solo lo que aprendió en Pensilvania, detrás del mostrador, sino que durante cinco años laboró para Acesco en ventas y recorrió el país ferretero. Allí vio la posibilidad de un negocio en Manizales. Volvió a la capital caldense y les propuso a su papá y a su tío Hernando que juntaran un capital. Con $400 mil fundó Arme con la idea de ser el gran distribuidor de Pereira, Armenia y el norte del Valle, pues en esa época Manizales se surtía de los mayoristas de la capital risaraldense.
Su oficina no parece una empresa de venta de productos, sino de empleos, pues asegura que cuando pasaron de mil las personas que ayudó a colocar, perdió la cuenta. La mayoría de estas son del oriente de Caldas y principalmente de Pensilvania. “Uno de mis fuertes es saber escoger la gente y he tenido suerte, porque tenemos grupos extraordinarios de trabajadores”. No se considera muy amigo de los subsidios directos, lo que hay que hacer es rentable el campo, mantener en buen estado las vías veredales, abrir nuevas y mejorar las existentes. "Hay que construir verdaderos centros de acopio que favorezcan al campesino.
No todo es color de rosa en la vida de los negocios para Héctor Mejía. Cuenta que se ha quebrado tres veces. “Pero nunca me he dejado llevar por los chismes al banquero, y he salido solo de esas circunstancias. Por allá en el año 97 nos dio por crecer y hacer una cantidad de empresas nuevas, en un momento muy difícil de la economía, muy recesivo, ahí me tuve que devolver. Sí he tenido fracasos, pero hemos salido adelante".
Cuando les quiere enseñar “pensilvanismo” a sus seis nietos les cuenta historias como las del incendio, de los terremotos que destruyeron el templo, o de cómo en Morrón la leyenda habla de un entierro que aún permanece oculto, o los contagia de su gusto por los caballos, cosa que a ellos también les fascina y les echa cuentos que pasan de boca en boca en Pensilvania, como este:
“Una vez iba mi abuelo por el camino de arriería entre Sonsón y Pensilvania y un arriero pasó a su lado y le dijo: “Adiós, don Cándido”. El abuelo lo interpeló. “Usted por qué me conoce”. Y el arriero le respondió: “es que no es sino verlo”. Y suelta la carcajada.
Así es don Héctor, el hijo de don Mauro y doña Elena, el esposo de Dora, el papá de Jorge Iván, Clemencia y Alejandro, el pensilvanense feliz de estar regresando cada mes a su tierra.
* Entrevista realizada para el libro Pensilvania con muchos oros
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