Calpurnia no durmió. La atormentaron sueños alarmantes que le anunciaban una pronta tragedia de proporciones espantosas. Le comunicó a su marido el terror que sentía ante aquella devastadora premonición. Julio César, seguro de su invulnerabilidad, desestimó la pesadilla atribuyéndola a desarreglos gástricos.
El gran cónsul calificó de fantasiosos los funestos presagios. Águilas mensajeras de los dioses rondaron por el coliseo, y otros augurios fatales signaron de púrpura los aciagos presentimientos. Los arúspices lo previnieron contra los idus de marzo, calendario mortal en su destino. Calpurnia, en sueños atormentados, vio el cadáver de César a su lado y en el día de su infortunio, le rogó que no fuera al Senado.
Los mensajes de los hados se cumplieron. Como siempre, el emperador repitió la misma rutina para hacerse presente en el hemiciclo foral. Cubrió su cuerpo con toga ostentosa orlada de ribetes de oro. Tiró al desgaire una aleta de la capa sobre su hombro izquierdo; en el antebrazo derecho, ligeramente levantado, descansaban los otros flancos de la túnica y con la diestra mano aprehendió unos documentos para aportarlos en la sesión del Senado.
Fue difícil su arribo al capitolio. Iba rodeado de soldados de sobria indumentaria, todos armados de lanzas con puntas aceradas. La plebe lo aclamaba y un séquito adulador lo circuía para protegerlo de peligros, rechazando los aluviones populares que trataban de asfixiarlo. En esa procesión desfilaban Marco Bruto, Casio, Tilio, Casca, Cina y otros malvados que habían premeditado su óbito con cautelosa confidencialidad. Plutarco al referirse a las prevenciones contra Casio, escribe que Julio César hizo esta curiosa observación: "No tengo ningún miedo a estos gordos de mucho cabello, sino a aquellos pálidos y flacos". También, en esos tanteos de la mala fortuna expresó que la mejor muerte era la no esperada.
Entre estrujones y vítores llegó al Senado. Desprendiéndose de sus admiradores, ocupó el atril para pronunciar un discurso memorable. Se dispuso a salir del recinto, y entre las montoneras, Tilio le desgarró la capa para descubrirle el cuello, y Casca le hundió su espada por la espalda. Los asesinos comprometidos en liquidarlo se acercaron a causarle mortíferas lesiones. Apareció Bruto hiriéndolo y, al verlo, horrorizado, César le dijo: "¿Tú también Bruto, hijo mío"? César cayó muerto al pie de la estatua de Pompeyo.
Elocuente mensaje sobre la traición. Muchos enemigos debía tener Julio César, tentado de convertirse en rey por los áulicos que jamás faltan. Eran sus adversarios los derrotados en guerras ganadas por las estrategias del coloso militar, rencores escondidos de los esperanzados en preeminencias, rivales que calculaban las circunstancias favorables para bajarlo del pedestal. Todos, por causas diversas, podían cavarle tumbas, menos Bruto, su consentido, mimado por el cariño que le profesaba el emperador.
Desconsoladora realidad. Hoy la palabra "lealtad" está en desuso y en política no existe. El legislador colombiano con sus leyes de transfugismo ha validado las cabriolas de los legisladores para saltar de un partido a otro en la más desvergonzada prostitución ideológica.
"¿Lealtad?" Sí. No se puede concebir la vida sin el indestructible circuito de la familia, sin los lazos profundos de una amistad impertérrita. Se desangra el corazón cuando golpea la ingratitud que utiliza cimitarras beduinas para herir, a mansalva y sobre seguro, con premeditada felonía. El Mariscal Alzate, en página memorable, estampilló con desprecio el mundo ponzoñoso de los traidores.
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