¿Quién no desocupa un edificio ante una alarma de incendio? ¿O no atiende su carro si por algún motivo le suena la alarma? ¿O se mete al mar contrariando una bandera roja y las advertencias de los salvavidas? Lo particular, trágicamente particular, es que con las alarmas sobre el deterioro ambiental hacemos muy poco caso, o tal vez nada. La más reciente e impactante fue la del Casanare. Nadie se escapó de sentir una enorme pena y compasión al ver las imágenes de televisión en las que se veía el gran sufrimiento de los chigüiros, esos singulares y bellos animales, tratando de obtener algo de agua o de refrescarse en medio de un paisaje que nos evocaba las apocalípticas sequías africanas con sus niños famélicos.
Se encendió entonces la polémica por determinar las causas de esta tragedia. La ministra de Ambiente, en una declaración supremamente errática y desafortunada, dijo que lo sucedido en Casanare era la consecuencia normal de un verano también normal, y que apenas habían muerto varios miles de chigüiros dentro de una población de un millón. Por su parte las petroleras negaron hacer un uso irresponsable, cuando no criminal, del agua de la región para sus propósitos; otras disculpas sacaron los responsables de los cultivos extensivos de palma africana y arroz. No hace falta ser un experto ambientalista para sospechar con justa causa que todos faltan a la verdad y que evidentemente todos son responsables de los enormes daños causados.
Y nos la pasamos de desastre en desastre: unos que llegan de un momento a otro como el reciente incendio en Unguía - Chocó, donde quedaron destruidas 3.800 hectáreas de valiosísima selva, y otros que se demoran años en consolidarse, como la total devastación del río Dagua y su ecosistema en el Valle del Cauca por cuenta de la minería.
Traspasando la superficie de las declaraciones a favor del medio ambiente que todos los días se hacen, lo que aparece más claro es el desdén de unos y otros sobre una realidad tremendamente perturbadora: Colombia es una mega potencia mundial en biodiversidad, pero estamos haciendo todos los esfuerzos posibles por convertirla en una cloaca en todos los puntos cardinales. Varios datos lo corroboran: somos el segundo país en el mundo con más conflictos ambientales; hace 15 años estábamos dentro de los diez primeros países en buen manejo ambiental, hoy ocupamos el puesto 85; hace 20 años teníamos el cuarto lugar en disponibilidad de agua potable por habitante, hoy es el 24. Pensar que el primer código ambiental en el mundo fue el colombiano en 1974. Bueno, pero como tantas leyes nuestras, poco se cumplió.
La responsabilidad de esta pesadilla en curso es de todos. El Gobierno, a pesar de un falso discurso, es en extremo negligente en materia ambiental; un claro síntoma es la designación de los ministros en esta materia, por lo general personas que nada saben y poco sensibles son en estos asuntos. El premio mayor se lo lleva el expresidente Uribe, quien desapareció el ministerio de Ambiente y otorgó licencias ambientales y títulos mineros a diestra y siniestra en el mayor acto de irresponsabilidad presente y futura. Ya que estamos en campaña presidencial, sería bueno saber, más allá de la retórica, qué planes tienen los candidatos en materia ambiental. Por ejemplo, que quedara claro si escogen más minería o más protección a la naturaleza, o quién sería el ministro de Ambiente. Si algún candidato anuncia que va a designar en ese cargo a alguien como Manuel Rodríguez Becerra, podríamos empezar a creerle.
Muchos empresarios son más que responsables de lo que está pasando. Prima sobre todo su interés de ganancia por encima de elementales consideraciones sobre el bienestar de los demás y las condiciones ambientales. Un ejemplo: La carbonera Drummond y el daño ocasionado en la bahía de Santa Marta. Y por indignados que estemos los ciudadanos de a pie, también nos cabe responsabilidad en el tema: estamos embriagados en un frenesí consumista, que si lo miramos con cuidado, es el último eslabón de una cadena depredadora con el planeta. Un solo ejemplo: la gran cantidad de aparatos electrónicos que nos hipnotizan hoy, como lo hicieron hace más de cinco siglos los espejitos con los indígenas, dejan tras de sí una grave huella
ambiental.
Solo cuando empecemos a entender que somos uno con la tierra, el aire y el agua, que ellos son nuestro sustento fundamental, solo en ese momento podremos enfrentar exitosamente uno de los retos más grandes que hoy tenemos como sociedad: preservar el planeta.
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