Haciendo gala del folclor caribeño que abraza y abrasa con la misma intensidad a las repúblicas siamesas de Colombia y Venezuela, es hora de entonar con Celia Cruz, la guarachera inmortal, el conocido estribillo: ‘Songo le dio a Borondongo/ Borondongo le dio a Bernabé/Bernabé le pegó a Muchilanga/ le echó a Burundanga… (bis)’ y así, indefinidamente, hasta que san Juan agache el dedo.
Esta tonada anuncia la continuidad de la práctica de un inveterado deporte, ya casi considerado olímpico, que consiste en escabullirse frente a las responsabilidades, en escurrir el bulto ante hechos incontrovertibles, en cambiar de cabalgadura en la mitad del río, en sacar la maleta, es decir, echarle la culpa al otro con el claro propósito de lavarse o esconder las manos para evadir las obligaciones y trasladarles imputaciones, entre otros, a Borondongo, Bernabé, Muchilanga o a Burundanga, y así sucesivamente hasta el punto de que cualquier asunto por delicado, sucio, graveo sensible que sea, termine diluido en la noche del olvido o el reino de la impunidad, que para el efecto son lo mismo.
Lo más curioso es esto: por esas casualidades de un destino común, estos dos países bolivarianos atraviesan, cada uno a su estilo, sus propias crisis de gobernabilidad, credibilidad y confianza. Sus respectivos gobiernos, lejos de admitir y enmendar los errores, desaciertos o desafueros se empeñan en relacionar su ocurrencia con fenómenos sobrenaturales o paranormales, cuando no es que trasladan la causa de los mismos a la maquinación de terceros. Por ejemplo, el ‘ejecutivo’ venezolano responsabiliza al imperio americano y a la extrema derecha colombiana de su descomunal y perniciosa incompetencia. El colombiano justifica su desmedida improvisación e improvidencia a través de interminables y repetitivos galimatías que generan mayor confusión y vacíos conceptuales, nunca proyecta claridad ni voz de mando. En resumen, la única excusa de los caóticos mandatarios de marras gira alrededor de los mismos elementos y desemboca en giros superfluos como interpretaciones -¿interceptaciones?- fuera de contexto, celadas, conspiraciones, persecución, confabulaciones… Mejor, pasemos del talante al talento.
Así, entonces, démosle vuelta a la página para hacer una mínima reseña de extraordinarios seres humanos, cuya vida y obra reconfortan el espíritu y caen como bálsamo sobre el actual mundo de mediocridades. Por una deliberada coincidencia aquí aparecen dos Arias y dos González. Por riguroso orden alfabético veamos la huella indeleble de Bernardo Arias Trujillo y Javier Arias Ramírez, de Fernando González Ochoa y Fernando González-Pacheco. Dediquemos unas breves palabras a nuestros ilustres invitados.
El escritor caldense Bernardo Arias Trujillo murió a los 43 breves e intensos años de rebeldía creadora. Autor de la novela Risaralda, auténtica obra maestra del criollismo colombiano, y catalogada como una de las más importantes de nuestra literatura en el siglo XX. Hace 76 años decidió marcharse este brillante periodista, ensayista, polemista, traductor y poeta. Su inteligencia excepcional, su exuberante prosa grecolatina y su vida atormentada están plasmadas en un impecable libro de recién aparición, escrito por el notable historiador y académico Albeiro Valencia Llano.
Javier Arias Ramírez por fin cuenta con una semblanza digna de su inadvertida grandeza. La Alcaldía de su natal Aranzazu, de la mano de su paisano José Miguel Alzate, justamente a los 27 años de la muerte del vibrante poeta, recoge, comenta y publica sus mejores páginas. Gratificante acariciar este libro oloroso a tinta fresca, como soñaría nuestro escritor de sentencias lapidarias, agobiado por la angustia, pero amo y señor de la ironía profunda y de un desgarrador acento social. Hablar con Javier constituía una aventura ‘telúrica’, como él mismo acostumbraba a decir.
Se conmemoran los 50 años de la muerte de Fernando González Ochoa. El inmenso filósofo de Otra parte tuvo mayor audiencia y prestigio en el exterior que en su propia patria. Su humorismo soberbio lo convirtió en mentor y abuelo del Nadaísmo. Su dimensión como pensador más allá de las fronteras lo explica el hecho de haber sido candidatizado al premio Nobel de literatura en 1955 por Jean-Paul Sartre y Thornton Wilder. Panfletario demoledor, lírico, narrador, hoy es considerado escritor de culto.
Poco queda por agregar sobre la parábola vital de Fernando González-Pacheco, el irrepetible fenómeno de nuestra televisión. Humano, genuino, elemental y simple. Inmune a las pequeñas vanidades, ajeno al manido concepto del poder mediático, aunque fue claro e inofensivo precursor de esta nueva fuerza, hoy devastadora e incontrolable. Con él se apagan las luces de una lejana e irrecuperable infancia.
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