No es gratuita nuestra presencia en la tierra. Un hado superior marca el destino. No somos carne indolente, ni accesorio vegetativo que existe pero no vive. Nos alumbra hasta la muerte una estrella lontana, con un hermoso horizonte pleno de halagos, a veces teñido de pasajeros nubarrones. Con un talante. Desde la infancia nos vamos ubicando en un espacio con perfil individual. No somos cosas. Un fuego místico marca nuestra condición de ser hijos de Dios. Tenemos un alma inquieta, ávida de lejanías, rebelde contra las limitaciones. No va con nosotros el libertinaje, ni las ambiciones desmedidas, ni los panoramas sombríos. Somos equilibrio. Nos comanda un yo enterizo, de consignas radicales, que se abstrae a las leyes del mercado, enemigo de los ropajes camaleonescos, adverso a las químicas que combinan materias inertes en busca de aleaciones sorpresivas.
Los propósitos que nos signan no están en subasta, no tambalean, no buscan acomodos detrás de los veleidosos senderos de los vientos. Nos cargan de alimentos espirituales las tierras prometidas. La política es un sacerdocio. Recoge la voz de los humildes, capta los dramas sociales, es esperanza para los desvalidos, renovación de corajes, firmeza de principios. Es inaceptable la prostitución ideológica.
El político debe ser un predicador de certidumbres. Un sembrador. El mensaje de las tumbas, lo que se heredó, el grato agobio de los sentimientos, la semilla que fructifica, los evangelios que se aprenden, el surco que se ahonda y enraíza, los dogmas de fe que prevalecen y tantos valores más que le dan esencia a la vida, conforman un vademécum de trascendencias inmutables.
Romper los oleajes, domar las adversidades, predicar la fidelidad a los contenidos de unas normas de conducta, es un deber intelectual y una responsabilidad indeclinable.
Nos duele la versatilidad donjuanesca de quienes hacen de la política un comodín en beneficio propio, convertidos en tragaldabas libertinos. Son unos mercaderes. Una mentalidad utilitarista se apoderó de lo que era un estadio romántico, agitado por contrapunteos ideológicos, pleno en afirmaciones doctrinarias. La política era, esencialmente, un fortín de principios, una civilizada contienda de firmes verificaciones, un noble confín para ganar el alma de los pueblos. Los debates se apuntalaban en inamovibles convicciones, en argumentaciones filosóficas esgrimidas reflexivamente. Cada partido era una trinchera de imaginarios, un venerado acerbo histórico, pero también una travesía de lealtades.
Son tristes estas torturantes entelequias motivadas por el transfuguismo, degradado fenómeno de quienes consideran que la política es un deporte de gastrónomos. Cohabitamos con un estilo alegre y superficial para hacer política con el desenfado de un juego de ping pong. Una gitanería trashumante y veleidosa hizo trono en los partidos, convertidos ahora en toldas de beduinos. Desaparecieron los púlpitos, la embriaguez espiritual se convirtió en romántica invocación de épocas antiguas.
Fenecieron los simbolismos que encarnaban las metafísicas del accionar electoral. Cambiamos las ensoñadoras utopías por la astucia para los acomodos. Reemplazamos al enteco Don Quijote por el majadero Sancho Panza.
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