No sé quién se inventó este slogan impactante. En pocas palabras sintetiza lo que es el Partido Conservador en la voluble democracia colombiana. Convertidos todos los partidos en minorías, resquebrajada la tradición bipartidista, hemos desembocado en una mezcolanza de reducidas colectividades que dificultan el manejo del Estado.
Hace 50 años nadie se podía imaginar que la fortaleza del liberalismo viniera a menos y que hoy sea un Partido más en este múltiple bazar ideológico. Igual el conservatismo. La impronta que le tatuaron Laureano Gómez, Mariano Ospina y Gilberto Alzate se fue desintegrando para transformarse en uno de los muchos organismos que tiene el engranaje democrático de Colombia. Hacen audiencia otras colectividades que, grosso modo, manejan igual caudal de electores. Esa dispersión matiza de muchos visajes los objetivos de gobierno. Hay que compartir criterios, tranzar propósitos, hacer acuerdos, hasta encontrar un norte común que a todos satisfaga. Estamos en la era de los gobiernos plurales.
En política hay que tener arraigo. Es una torpeza abandonar los espacios que de inmediato son ocupados por terceros. Hay que hacer militancia permanente, alimentar una comunicación asidua con el electorado, visitar los municipios, mantener informados a los seguidores sobre las acciones del gobierno para respaldarlas o impugnarlas, dar a conocer el trabajo parlamentario de los elegidos, estimular la juventud con proselitismos doctrinarios, abrirle campo a la mujer que ahora interviene con más apetito de comandancia y cimentar los principios que justifican el porqué de las lealtades partidistas. En esos inevitables ajetreos se aprenden a querer los partidos, los dogmas que perduran, se rastrean las biografías de los hombres epónimos que aportaron la dimensión de sus inteligencias para rubricar las fidelidades a una tradición.
Los conservadores, como los liberales, inevitablemente hemos tenido que aceptar la realidad política moderna. No podemos vivir de las añoranzas cuando abarrotábamos a reventar las plazas públicas. Ahora el electorado es pensante, sabe discernir, tiene una información al instante de lo que ocurre en cualquier parte del mundo. A sus oídos llegan las controversias, los matices antípodas, las discusiones con exordios distintos sobre un mismo acontecimiento nacional. Hemos aterrizado en una síntesis realista: ganan las elecciones los líderes carismáticos que aportan programas ejecutables.
No obstante estas consideraciones, la política también se hace con apegos sentimentales. Son las herencias afectivas, las voces que llegan de ultratumba, la corriente invisible de una ideología. Eso exactamente es lo que mueve el engranaje conservador. Vivimos aferrados a un pasado que se convierte en mandato imperioso de la sangre. Y del espíritu también. Ahí estamos y nadie nos mueve de ese promontorio histórico.
El conservatismo es una manera de ser, de pensar, de querer. A los conservadores nos distingue cierta rigidez, una voluntad pétrea de permanencia. No cambiamos de traje para lucir modernidad, ni declinamos ante el atractivo femenino de las Euménides para acampar en toldas desconocidas. Siempre conservamos debajo de las apariencias un mundo místico que gobierna nuestra conducta. Mentalmente no somos estáticos. El conservatismo avanza, es dinámico, y siendo leales con la tradición, nos aggiornamos para que los vientos de cambio no nos dejen a la vera del camino.
Por eso somos la fuerza que decide, ahora y siempre. Somos un faro. Los partidos políticos nacen y mueren cuando su razón de ser es la impronta de un caudillo. Muerto éste, desaparecido ese imán humano, lo que resta se desintegra como el azúcar ante la acción del agua. Nació el Unirismo con Gaitán, pero en vida percibió que estaba equivocado y se incrustó nuevamente dentro del liberalismo. Igual ocurrió con Luis Carlos Galán. Gilberto Alzate Avendaño con Silvio Villegas y otros legendarios líderes de la comarca se atrevieron a crear el Nacionalismo que desapareció en la primera escaramuza electoral.
Ahora el Partido Conservador de Colombia, orientado magistralmente por Ómar Yepes Alzate, es otra vez ¡quién lo creyera! la fuerza que decide en el inmediato acontecer nacional. ¿Por qué? Porque es una imbatible mole histórica a salvo de tempestades.
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