Quién sabe hasta cuando va a durar el anacrónico sistema monárquico, con el que algunos pueblos mantienen unas castas de parásitos, herederos de privilegios económicos, sociales y de poder, sin más méritos que ser quienes son, por derechos de sangre, que vienen desde fondos ancestrales, que nada tienen que ver con méritos propios de los beneficiarios. Las casas reales que perduran les cuestan a los estados sumas de dinero inmensas, para sostener a los monarcas, y a sus familiares, con residencias palaciegas, asignaciones en efectivo, vehículos, aviones, fincas de recreo y servidumbres, mientras que a los pueblos, en épocas de crisis, se les exigen sacrificios económicos, que afectan servicios fundamentales, como salud, educación y pensiones, entre otros. Y esos nobles no sirven sino para actividades diplomáticas, culturales y de representación, que pudieran ejercer funcionarios más capacitados y menos costosos, porque el gobierno lo manejan presidentes y primeros ministros, dentro de un sistema parlamentario, salvo monarquías absolutas, como la de Arabia Saudita.
Un caso, cuya permanencia sorprende en un pueblo tan avanzado culturalmente y tan maduro políticamente, es el de Gran Bretaña. La reina Isabel II, su marido, sus hijos, nietos, nueras y demás, cuyos escándalos son frecuentes y su utilidad práctica nula, representan apenas el orgullo de los ingleses y una tradición que sostiene la mentalidad conservadora del pueblo, que a pesar de todo se desgañita cantando “God Save the Queen”.
Y otro, es el de España, cuya monarquía fue restituida por el generalísimo Francisco Franco, quien preparó a Juan Carlos de Borbón para que lo sucediera en la jefatura de estado, sin contar con que éste no era el godo camandulero que aquél pensaba. Franco se debió de revolcar en la tumba cuando se produjo el destape, los españoles se liberaron de la férrea disciplina dictatorial y las españolas, literalmente, se alzaron la bata. El nuevo rey, Juan Carlos, era un tipo chévere, la reina Sofía una digna y simpática señora, miembro de la realeza griega, depuesta por la dictadura de los coroneles; el príncipe Felipe un muchacho muy querido, como dicen las señoras; y las infantas, discretas y feítas.
Pasados los años, y ante la crisis económica que vive España, se levantaron las enjalmas de la casa real y aparecieron las mataduras. Juan Carlos es un playboy internacional, que con frecuencia hace cruceros de placer por el Mediterráneo, con amigos suyos millonarios, en los que las orgías son el plato fuerte; ha tenido amantes diversas y una moza “de asiento”, alemana, si mal no estamos. Cuando representa organizaciones ecológicas, pagó 30 mil dólares para participar en una cacería de elefantes, en compañía de magnates árabes; y uno de sus yernos resultó involucrado en una affaire económico, al que él, el Rey, no era ajeno. Y mientras el pueblo madrileño protestaba en la Plaza de Cibeles por los apretones económicos que impuso el presidente Rajoy, el príncipe Felipe y su esposa, doña Letizia, asistían a partidos de la Eurocopa, en los que jugaba la selección española, en Kiev, por supuesto viajando en avión privado y con escoltas, a costa del gobierno. Y, para rematar, el apuesto y simpático rey de hace unos años, ahora envejecido y flaco, se enredó en unas escalas y cayó de bruces, tal vez como un augurio de lo que puede pasarle a la casa real.
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