Las proezas en el amor se revisten de clandestinidad. Las miradas de soslayo, un pequeño golpe seco de voz, el plantón en las esquinas, el ojo que se alonga detrás de las distancias, la espera nerviosa, el fugaz beso que se roba, son travesuras que delatan el prólogo de una fuerte relación de pareja. El amor es sinuoso, encuentra cauce en los engaños inocentes. Con el amor conviven las marrullas, las mentiras piadosas, las escenas que se inventan para probar qué temperatura tiene el idilio que comienza. Que llega, casi siempre, de sorpresa. Es un hallazgo inesperado, asombrada ella, suspenso él, con los primeros lamparazos de unas naturalezas afines.
El amor es un paisaje en el que juegan los sentidos.
Entra por los ojos. Primero lo físico. Todos tenemos una mujer ideal con una estética que se acondiciona a íntimas exigencias de estatura, color de piel, líneas corporales, el abanicado movimiento del cuerpo, la sonrisa que desgrana. Cuando ese destello se produce, se prende de inmediato un circuito eléctrico. Ambos ingresan a un mundo de navegantes fantasías.
Y el olor. La mujer que hace abordaje sentimental, penetra como un huracán que invade todos los resquicios del alma. Ella huele a campiña virgen, al vapor que exhala la tierra cuando la herramienta escarba por primera vez sus entrañas inocentes. Los olores son diversos. Los hay vinagrosos, o levantiscos que brotan de las gargantas de las montañas, o delicados y alegres que nacen en los jardines. Así son las mujeres. Tienen perfumes que se acomodan a todas las demandas. Unos son ácidos, otros invaden como ráfagas selectas, los hay discretos y señoriales, o sugieren ternuras inocentes en el vaivén de una pubertad que despunta.
Y el tacto. La piel de la amada es afrodisíaca. Tiene una temperatura pecadora, tan incitante que estimula las fantasías licenciosas.
La bella mujer que llega inesperadamente como una tromba, carga la relación de interrogantes. En dónde vive, cómo se llama, cómo encontrarla de nuevo. Surgen, entonces las estrategias para estar otra vez a su lado. Se abre una agitada etapa de presentimientos con disímiles senderos. Es la esquela por los correos celestinos, el teléfono para los tiernos acosos, el acuerdo sobre calendarios, la búsqueda de sitios escondidos para los encuentros. Es el reino de la ansiedad. La atracción física, el negro fondo de la mirada, la tersura de unas manos con pelusas de azucena, el efluvio que se libera a los quince años, son espacios cubiertos por una alegría invasora que todo lo transforma en felicidad. Ese es el reino de las químicas que se descubren. Cuando la chispa del amor funciona, nuevos planetas siderales alborotan los territorios aéreos del corazón.
La clandestinidad es un alcázar que oculta las travesuras que surgen de la infidelidad.
Francois Mitterrand era uno en el manejo oficial de su matrimonio, y otro, solapado e hipócrita, para esconder a Anne Pingeot, una potranca arisca de músculos seductores. A Danielle, su esposa, le hablaba de cansancios y le inventaba arritmias del corazón para obligarla a las vigilias conyugales. En cambio, la señora Pingeot era visitada en noches de apremios, enfundado él en negras gabardinas y con antifaz oscuro, y ella, esperándolo en minutos eternos, lujuriosa y esbelta, entre encajes transparentes,verticales las puntas de sus senos, presta para los arrebatos amatorios.
Francois Hollande, presidente de Francia como lo fuera Mitterrand, vivió con Segolene Royal, cuando era un sátiro salvaje, atribulado por las exigencias del sexo. Después conquistó a Valérie Trierweiler, una periodista de carnes vibrantes, convirtiéndola en primera dama adulterina. Luego conoció a Julie Gayer, que lo enloqueció. Relata la crónica que Hollande esperaba el imperio de las sombras, se mimetizaba con gafas oscuras y casco en la cabeza, para deslizarse furtivamente en una motoneta por los extramuros de París al apartamento de la vampiresa. Fueron de éxtasis los jolgorios ardientes en el lecho tibio de su nueva conquista. Hasta que los paparazis lo descubrieron. La periodista traicionada ingirió barbitúricos sin control que la colocaron en los linderos de la muerte. Después Hollande, tuvo el valor civil de ponerle punto final a ese romance, dejando abiertas las esclusas paras que en adelante la señora Gayer comande su corazón.
Igual conducta tuvieron Bolívar con Manuelita Sáenz y Rafael Núñez con Soledad Román. ¡Ah, las diabluras del amor!
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