Los guardianes de la austeridad en Europa contraatacan. Su relato emergente es más o menos el siguiente: Cuando algunos economistas hablaron de pánico y crisis de confianza, se referían a los propios. Los fondos de rescate y los Eurobonos eran y siguen siendo una invitación al riesgo moral. Inyectar dinero en el problema resultó ser innecesario. El problema de Europa es el de siempre: demasiado gasto. Ahora que los tecnócratas han sustituido a los populistas en los países mediterráneos de la eurozona, la austeridad fiscal sostenida resolverá el problema.
Suena bien, ¿verdad? Si tan solo fuera cierto. Para ver lo equivocados que están los guardianes de la ortodoxia, basta con imaginar la Europa de hoy sin la "gran pistola" de préstamos baratos a tres años proporcionados por el Banco Central Europeo a los bancos comerciales del continente. No hay que ser un fanático keynesiano para sospechar que el riesgo país de Europa del sur se mantendría por las nubes, y que el riesgo de cesación de pagos seguiría en boca de todos.
Esta masiva intervención del banco central fue necesaria porque una crisis de confianza se había apoderado de gran parte de la eurozona. Los bancos y los bonos del gobierno se encontraban del lado perdedor de un ataque especulativo en cámara lenta.
La lógica relevante es central en la macroeconomía moderna precisamente el tipo de pensamiento del que los líderes europeos han hecho caso omiso a su propio riesgo. Un país con una gran deuda pública (digamos, más del 50% del PIB) está seguro si y solo si todo el mundo piensa que pagará su deuda. En ese caso la tasa de interés sobre la misma permanece baja y el país la puede pagar, siguiendo un camino de expectativas virtuosas que acaban por cumplirse.
Pero todo cambia si los mercados llegan a dudar que la deuda se vaya a pagar; si así ocurre, la tasa de interés que exigen los inversores puede llegar tan alto que el país se ve imposibilitado de pagarla. Así ocurre el impago, completando un círculo vicioso de expectativas pesimistas autocumplidas.
Si el mercado de bonos de un país está a punto de pasar de una dinámica virtuosa a una viciosa, solo hay una solución. Los fanáticos de las armas de fuego se refieren a ella como la gran bazooka, los seguidores de Colin Powell hablan de la aplicación de una fuerza abrumadora, quienes tienen fobia al fuego lo llaman un servidor de seguridad firewall ("cortafuegos" en inglés), los marineros prefieren hablar de atarse al mástil. Pero, en última instancia, todo se reduce a lo mismo: tener suficiente dinero a mano para que nadie pueda dudar, siquiera por un segundo, que la deuda se va a pagar.
Si los líderes europeos hubieran armado un fondo de rescate dotado con la fuerza financiera abrumadora a principios de 2010, Europa y el mundo se habrían ahorrado dos años de agonía. Al final, el BCE llenó el vacío, inyectando liquidez masiva a los bancos de la eurozona para asegurarse de que compraran todos los bonos estatales disponibles, y luego algunos más.
Así que se puso fin a los ataques especulativos, al menos temporalmente (aunque los diferenciales de tasas de interés en España y en otros lugares han comenzado a subir lentamente otra vez). Esa fue la primera tarea. Pero queda otra, y aquí los guardianes de la austeridad se equivocan nuevamente.
Un país con una deuda pública pequeña no puede ser víctima de una corrida financiera. Aquí es donde Grecia, Portugal, Italia y Bélgica se diferencian de Canadá, Noruega, Singapur y Chile. En el pasado algunos países europeos gastaron demasiado y tributaron muy poco. Hoy están pagando por ello. Para evitar que la agonía de los últimos dos años se repita, esos países sobre-endeudados deben reducir su deuda pública de manera dramática.
La pregunta es cómo. En Grecia, la condonación de la deuda era la única respuesta. Algo se ha logrado; más será necesario en el futuro.
Para el resto de Europa, una austeridad inicial masiva del tipo propuesto por la canciller alemana, Ángela Merkel -y apoyada por la ortodoxia alemana- no va a funcionar.
España es un buen ejemplo de por qué no va a funcionar. El gasto se ha reducido y se han aumentado los impuestos. Un nuevo gobierno conservador ha reafirmado el compromiso del país con la austeridad. Sin embargo, las metas de déficit siguen siendo difíciles de cumplir. La brecha fiscal alcanzó la friolera de un 8,5% del PIB en 2011, y, después de mucho regatear con Bruselas, la meta para este año se ha incrementado al 5,3% del PIB. Con la actividad económica en plena contracción, la relación deuda-PIB seguirá aumentando.
La clave de la solución está en la célebre plegaria de San Agustín: "Señor, concédeme la castidad y la continencia, pero no todavía." El grueso del ajuste debe venir más adelante, y los mercados deben entenderlo así. Un pacto fiscal como el que se aprobó recientemente es útil para anclar las expectativas de un ajuste futuro, pero solo si el nuevo sistema es lo suficientemente flexible para ser políticamente creíble.
En el corto plazo, el gradualismo es el único camino. Y para ser exitoso, el ajuste debe ir ligado a una estrategia de crecimiento. Los ingresos se incrementarán de manera constante solo si la base imponible -esto es, la economía- crece también. Y para ese crecimiento se requiere una mayor inversión pública en infraestructura y capital humano.
Los guardianes de la ortodoxia no van a presentar una estrategia de crecimiento así. ¿Quién lo hará?
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