Aun cuando en estas mismas páginas, el periodista Alejandro Samper hizo -hace tres sábados- una demoledora y deliciosa radiografía -¿necropsia?- de la actual publicidad política que se ventila en Manizales y Caldas, no sobra volver sobre la misma materia para subrayar, una vez más, la pobreza conceptual y creativa que exhiben las piezas propagandísticas pertenecientes a esa pléyade de ingenuos adalides e insuperables prospectos ungidos por los dioses para salvar el Congreso y, de paso, la patria.
La contaminación visual crece y los candidatos de todos los pelambres aumentan el ruido de sus peroratas tóxicas, porque, ante todo, estos personajillos consideran, muy modestamente, que el mundo gira a su alrededor, máxime ahora que están en su cuarto de hora. Entonces, perdamos algo más de tiempo alrededor del deplorable espectáculo proselitista, que por fortuna ya casi culmina.
Empecemos por decir que en el terreno del mercadeo, sea comercial o político, una cosa es gozar de prestigio y otra muy diferente es tener popularidad, de la misma forma que entre figuración y credibilidad también existe un abismo en materia de confianza y reconocimiento. En la práctica, equivale a la dicotomía que existe entre valor y precio. Alrededor de esta simpleza es donde se equivocan los presuntos estrategas de comunicación política, porque, a su juicio el cliente, o en este caso el elector, carece de capacidad para evaluar beneficios y tomar decisiones ajustadas a sus expectativas y necesidades.
Frente a esta avalancha cosmética de seudopropuestas políticas es donde adquiere importancia el voto de opinión, porque potencialmente es el único capaz de discernir libremente entre imposición y conveniencia, sensatez y corrupción, seso y sexo, género y número, ética y estética.
Pero las apariencias engañan, y hay que abrir el ojo para no caer en la emboscada de los embaucadores de siempre, que aparecen, de tiempo en tiempo para apremiar el respaldo de los incautos mediante publicidad engañosa que deja al desnudo no solo la economía de palabras, sino la de ideas.
En fin, cada uno da de lo que tiene. Nos topamos, entonces, con lugares comunes y una colección de preconceptos tontos y de frases huecas. Sin entrar en gramatiquerías, encontramos una cantidad de proposiciones que no disimulan su carácter manido y trillado. Es exótico hallar una propuesta que contenga un beneficio concreto para el ciudadano. El proceso de mercadeo político debe identificar oportunidades y alternativas de comunicación para elegir una fuerte idea de ventas que movilice el objetivo de la campaña, con el propósito de motivar íntimamente al elector. Pero no, esto no se cumple por simple facilismo.
En este escenario deprimente y contaminado, queda de relieve la estrechez mental y la ausencia de ideología a las que se suma, por ejemplo, la utilización de un absurdo alfabeto en el que las letras son sustituidas caprichosamente por dibujitos que convierten la lectura en otro desafío de interpretación, si es que cabe el término.
Así las cosas, siempre resulta ineludible mencionar uno de los antecedentes más brillantes de la publicidad política contemporánea: Luis Carlos Galán. Es la gran síntesis de una propuesta. En sus dos grandes momentos estelares, la campaña del líder liberal sintetizó su propuesta en una sola imagen y una palabra: su apellido, que, entre otras cosas, encarnaba una valiosa marca de renovación política.
Por el contrario, ahora la política anacrónica está representada por el mismo monopolio del clientelismo corruptor, de viejo y nuevo cuño, apoderado del Estado hace más de medio siglo en manos de delfines y burócratas incompetentes que usufructúan, sin mérito alguno, el poder siniestro de la nómina estatal.
Por lo de más, ‘nuestros’ candidatos aparecen en sus ampulosas propagandas sobreactuados, inofensivos o con un marcado delirio de grandeza. Ante tanto cinismo y superficialidad, la pregunta es obvia: ¿De qué se ríen estos actores? ¿Será de los electores?
Para no alargar más el chico, digamos, para cerrar, que definitivamente desde que el ‘photoshop’ se inventó nadie queda mal, aunque sea en las fotos.
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