Circula el libro "Memoria por correspondencia", con 23 cartas de Emma Reyes (1919-2003) a Germán Arciniegas, escritas de 1969 a 1997, publicado por "Laguna Libros", editorial de jóvenes en Bogotá, entre ellos Sergio Escobar, de Manizales, en coedición con la "Fundación Arte Vivo Otero-Herrera". Es la historia de la infancia de esa mujer singular, surgida como de la nada, que va a dar a manos de tutoras ocasionales. Sufrimientos indecibles, contados con finura de estilo en el manejo de la palabra, y con estructura de sugestivo relato en cada misiva, para configurar singular novela, sin propósito de la autora por el género. Autobiografía desde la temprana infancia hasta el comienzo de la pubertad, cuando consigue fugarse del cuartel de las monjas tejedoras para penetrar en el mundo de sorpresas, con descubrimientos de asombro y caminos abiertos por el deseo de realización en su marca de espíritu: artista de la pintura. En el convento se hizo a las técnicas del bordado, con expresión de facilidad natural para el dibujo.
Tuve la suerte de conocer y tratar a la pintora, primero por cartas asiduas y luego en visita a su residencia-taller en Bordeaux, con prolongada entrevista de dos días que le hice, registrada como reportaje en la Revista Aleph No. 110 (julio/sept. 1999; pp. 17-33). La conocí por referencia del maestro Arciniegas, quien me ilustró acerca de ella en sus pinturas y sus escritos de grafía en estilográfica, de ortografía horrorosa, sobre papel especial que ella misma disponía a conciencia. Y en Aleph dimos testimonio de sus relatos, con facsímiles e ilustraciones de sus dibujos asombrosos, a partir de las cartas que recibí.
El libro durmió varios lustros por editoriales, tan poco propicias a percibir la novedad por fuera del mercantilismo. Gabriela Arciniegas, hija del maestro, tuvo la perseverante iniciativa, a la muerte de su progenitor en 1999. Y ahora unos muchachos de talento y valerosos dieron con esa obra y se lanzaron a la aventura de publicarla y difundirla, en bonita, cuidada y económica edición.
Emma registra el recuerdo más remoto que conserva, haber vivido en casa de una pieza, sin ventanas y una sola puerta, sin energía ni agua, en el barrio popular San Cristóbal de Bogotá, en la compañía de su hermana Helena. Mujer joven, esbelta, de abundante cabellera negra, nombrada María, les tenía a su cuidado. Se desplazaban por agua y recorrían trecho a muladar para desocupar el bacín al tope, en un entorno de basurero donde los niños jugaban y se sumergían en el barro. Peripecias que marcan de por vida. Emma piensa: "En esos medios uno nace sabiendo lo que quiere decir hambre, frío y muerte".
La tal María pasa a ser personaje de la obra con recurrencia de incidentes, rodeada de misterios como señora o señorita, dependiendo de la conveniencia. Salen de Bogotá y van a dar a Guateque en el tren, y a Fusagasugá, transportadas las niñas en andas por indios ebrios y en mulas. Finalmente quedan abandonadas en estación de tren, donde son rescatadas por curas y monjas, con destino al hospicio donde pasan años sometidas a malos tratos y a labores en extensas jornadas.
Emma resulta con una desviación en los ojos, que las monjas le corrigen con anteojos de cartón, soportados por algunos años. Historia fascinante y dolorosa, sin tomar respiro entre páginas, porque en cada carta la historia sigue con escenas encadenadas. En alguna de las preguntaderas por nombre y origen, la mayor expresa: yo me llamo Helena Reyes y ella Emma Reyes. Y de esa manera quedaron para los tiempos. Pero había que bautizarlas y confirmarlas, tamaño problema sin saber origen que correspondiera a las normas de la ortodoxia. Las introducen en la noción del pecado y del arrepentimiento, con sumisión a la drástica disciplina conventual.
La narrativa de Emma es envolvente, con manejo diestro de escenas, entornos y personajes involucrados. La obra termina con la cacería sigilosa de las llaves para escabullirse de ese lugar y transitar por las calles a la espera de ventura. Y los lectores quedamos expectantes, sin saber nada más. Por fortuna en el reportaje aludido al principio están noticias de su recorrido vital, en la trashumancia y en el arte como autodidacta. Fue a dar en aventura a Buenos Aires y Montevideo, donde casó por lo civil con nuestro escultor Guillermo Botero-Gutiérrez, con suceso en Caacupé, en el Paraguay, relación que a poco más de un año se termina. Emma gana beca en Buenos Aires y va a París, de unos veinte años, donde comienza vida intensa de labor en la plástica, con talleres que tuvo en Roma, por supuesto París, Jerusalén, Tel-Aviv, Périgueux y Bordeaux, al lado de su definitivo esposo, el médico de la armada francesa Jean Perromat. Más de cincuenta años de vida intensa en Europa marcan de gloria su vida, que Colombia todavía no reconoce. Fue la mamá adoptiva de aquellos pintores colombianos, afamados desde París, comenzando por Fernando Botero y siguiendo con Caballero, Barrera, Morales, Lorenzo Jaramillo,… Participó en innumerables exposiciones colectivas e individuales, en las principales ciudades del mundo. Pintura la suya caracterizada en sus propias palabras de "folclor universal", con esa expresión exuberante de las flores y el corte de los frutos del trópico. Sus dibujos tienen la gracia de una imaginación desbordante, al igual que su escritura, sin que nunca hubiese presumido de escritora. Inmenso mural de catorce metros de largo por siete de altura, en Périgueux, testimonia por siempre su valioso trabajo.
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