Amar lo que se hace es cada día más un imperativo de productividad para toda labor que desarrolla el ser humano, pero en lo formativo, en la relación educacional, el aspecto afectivo está por encima de lo cognoscitivo, de lo social, de lo disciplinar y se funde con lo pedagógico; quien más fácil enseña y a quien mejor se le aprende, es aquella persona, madre, padre, maestro o tutor que más nos ama; no se educa en escenarios de odio, no se forma en las aulas del rencor; el amor, el afecto, la proximidad afectiva hacia el discípulo, se convierten en un ingrediente fundamental en el acto de educar. Es por ello, que el maestro más gratamente recordado por nosotros está ligado a experiencias afectivas; las enseñanzas de papá y mamá que con mayor frescura retiene el video de nuestra memoria, obligatoriamente están signadas por trazos de afecto, amor y reciprocidad. Cuando el estudiante está convencido del amor de quien le enseña, del amor de su maestro, la exigencia frente al aprendizaje se convierte en algo secundario y se alcanza de él una respuesta altamente satisfactoria; en múltiples ocasiones la relación entre estudiante y maestro se torna conflictiva y, a diario, se enredan en dificultades frente a la tarea escolar; otras, tienen su razón de ser en la exigencia; otras, por la evaluación, en fin, son múltiples las causas que podríamos señalar y que motivan las relaciones conflictivas entre los estudiantes y los maestros, pero si hacemos un detallado análisis de las circunstancias que envuelven el clima escolar, con seguridad encontramos un común denominador: los lazos afectivos que atan esta relación pedagógica son frágiles, no hay un marcado compromiso afectivo del maestro hacia el estudiante y, mucho menos, de éste hacia aquél; por lo regular, un estudiante en conflicto comportamental y académico, es un estudiante signado por problemáticas familiares, sociales y personales, es un estudiante que parece gritarle a su maestro en el silencio de la escuela: ¡Quiérame más, cuando menos me lo merezca, porque es cuando más lo necesito!
La escuela recibe a diario niños y niñas cargados de desesperanza, inmersos en situaciones familiares y sociales llenas de conflictos; muchos de ellos huérfanos de padres vivos; otros hijos de la soledad y el abandono; en estos paisajes de vida matizados por tonos grises y oscuros, solo queda la escuela, solo queda el maestro, con la titánica tarea de pintar de colores el paisaje de la vida de estos estudiantes; el maestro tendrá que ser entonces, el artista que le presente a sus estudiantes la gran esperanza de hacer de sus vidas una hermosa policromía, y para ello, tiene que comprometerse con la vida de sus estudiantes y con sus resultados exitosos; al estudiante no le puede quedar duda del gran compromiso de su maestro con su proyecto de vida y con la conquista de su felicidad; todo acto de provocación, de exigencia, de evaluación, de trabajo , en fin, toda tarea escolar que el ‘profe’ les proponga a sus estudiantes por difícil, incómoda o exigente que sea, debe dar cuenta de su permanente preocupación por su vida.
Cierto día, al hablar con alguno de mis profesores sobre la dimensión afectiva de la función pedagógica, me decía: señor Rector, ¿será posible que uno como maestro logre amar a sus estudiantes, tanto como ama a sus propios hijos? Y, le contesté: Profe, debería ser así, pero usted tiene razón, no es fácil, esta dimensión del amor parece ser reserva y patrimonio exclusivo de nuestros propios hijos, no obstante de algo sí estoy totalmente seguro, ellos, nuestros estudiantes, sí merecen el mismo trato y consideración que les tenemos y que exigimos para nuestros hijos, y esto, sería suficiente.
Invito, entonces, a todos los maestros y maestras a comprometernos efectiva y afectivamente con la vida de nuestros estudiantes, a darle más afecto a aquéllos que menos lo merezcan, a sembrar huellas de amor en la vida de nuestros alumnos y a pintar, con ellos y para sus vidas, paisajes de esperanza en medio de tristes y desoladores amaneceres.
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