Culminó ayer la primera justa electoral del año -para decirlo en tono ampuloso- con la que concluye la lánguida competencia de un buen número de colombianos ilusos, convencidos de devolverle al congreso una dignidad extraviada en el laberinto de los apetitos personales, de la incompetencia irreversible y de una precaria legitimidad.
La jornada, como es apenas obvio, arroja un dramático saldo de candidatos incinerados en la hoguera democrática del sufragio ciudadano. Los viejos decían que el día de la quema se ve el humo, y es tal la densidad de éste que produjo aquella, que habrá que esperar un buen rato para poder ver con claridad meridiana la conformación de las nuevas cámaras, para las que los elegidos tienen ya lista su habilidosa artillería clientelista.
Lo más positivo de esta pausa refrescante es que se apagan temporalmente los altavoces que aturden al oyente y a los potenciales electores con la monotonía de las cancioncillas vacías, de palabrería tonta, que a la manera de cantos de sirena, resuenan con una frecuencia laxante. Mediante esta emboscada altisonante y sin imaginación, siempre sucumben puñados de gentes ingenuas, de seguidores incautos, de fanáticos obsesivos.
Frente al enrevesado y ruidoso mundo de las comunicaciones contemporáneas, vale la pena revisar algunos principios esenciales de la efectividad en las técnicas de persuasión comercial y política. Uno de los grandes maestros universales de la publicidad -David Ogilvy- condensó en esta sentencia la carencia de ideas de posicionamiento: "Cuando no tenga nada que decir, dígalo cantando". La validez de esta aseveración quedó demostrada hasta el hartazgo en la pasada contienda de vanidades individuales, merced a una prosopopeya verbal deslumbrante, que no solo hiere los sentidos, sino que ofende el sentido común e irrespeta la propia inteligencia. Es bien sabido que en cualquier circunstancia de las relaciones humanas no hay necesidad de gritar para hacerse oír porque a medida que aumenta el ruido disminuyen los argumentos.
Bien al contrario, el mismo genio publicitario británico, arriba citado, subrayaba los beneficios y ventajas de mecanismos memotécnicos, como la música y los efectos de sonido, que actúan como una eficiente telegrafía emocional. Estos recursos mágicos impactan amablemente el subconsciente del público sin necesidad de violentar las emociones. Para ilustrar el caso, basta oír las señales o tonos corporativos de la telefonía celular y de las plataformas de sistemas operativos como Windows. Es un solo acorde, que identifica y recuerda instantáneamente la identidad neta de una marca o producto.
Quienes hemos dedicado buena parte de la vida a la comunicación de mercadeo comercial e institucional entendemos que el éxito de una motivación efectiva radica en una estrategia desarrollada sobre una buena idea. Usualmente las grandes ideas son las ideas sencillas. No se trata de lanzar una frase efectista o sonora, sino en encontrar un concepto fuerte, diferencial y memorable. La originalidad suele ser la palabra más peligrosa del campo publicitario, porque la mayoría de las veces conduce a la confusión y al ridículo. Cuando existe claridad conceptual y objetivos concretos, el resto es pura carpintería artística en los medios de soporte gráfico. Lo curioso es que nuestros flamantes candidatos siempre empiezan al revés: sustentan su campaña en una foto o una imagen y, principalmente, exigen la elaboración del socorrido ‘jingle’ -o sonsonete insulso-, que no es más que la nueva demostración palpable de que cuando no se tiene nada para comunicar, hay que decirlo cantando.
Como quiera que esta nota -o ladrillo- debe hacerse con anticipación a la fecha de elecciones, resulta imposible saber cuál fue la canción ganadora o, mejor, quiénes están cantando victoria hoy y, más aún, qué incidencia tuvo el voto en blanco como expresión de inconformidad, protesta o castigo. También está por verse quiénes salieron mejor librados de esta prueba de fuego: los candidatos o los encuestadores.
La creatividad, entonces, ha estado ausente en las propuestas políticas y eso que nos falta superar la insufrible campaña presidencial, que entrará en vigor después del aludido aguacero publicitario de la fría competencia por los escaños del parlamento.
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