En medio de tantas celebraciones y días especiales que hay en Colombia, el Día del campesino se desdibuja y pierde el significado que tuvo años atrás. No obstante, muchos municipios mantienen esa celebración, que está cerca de cumplir 50 años.
El gobierno de Guillermo León Valencia, según el decreto 135 de febrero 2 de 1965, estableció el primer domingo de junio como Día del campesino, por petición de Augusto Franco, encargado de Asuntos Campesinos de la Caja Agraria. El objetivo era rendir homenaje al campesino colombiano, por su trabajo abnegado para plantar semillas, cuidar plantas y animales y cosechar frutos, para alimentarse y llevar a los mercados para satisfacer necesidades alimentarias de la otra Colombia.
Eran otros tiempos. Colombia era un país rural donde muchos de los pobladores del campo eran campesinos; y los habitantes de los pueblos y ciudades todavía reconocían que los alimentos llegaban del campo y alguien los producía. No como hoy, cuando muchos habitantes de las ciudades creen que los alimentos se producen en los supermercados o en las grandes superficies. Colombia, pese a la urbanización y al crecimiento de las ciudades, aún cuenta con una población rural de cerca de 12 millones de habitantes, muchos de los cuales producen parte de los alimentos que se venden en plazas y supermercados.
Por lo tanto, cobra vigencia preguntarse si el campesino colombiano existe o es solo una reliquia de la tradición cultural. Pese a lo que han sostenido los modernizadores, según los cuales el campesino debe modernizarse, convirtiéndose en próspero empresario o transformándose en asalariado. Por ello el modelo de desarrollo actual se ha empeñado en modernizarlos, integrándolos al circuito del mercado. En otras palabras, los campesinos se han considerado obstáculos para el desarrollo, para el crecimiento económico o para el cambio revolucionario. Preguntan los amigos del mercado qué sentido tiene tener 10 o 12 millones de montañeros que no transan o transan muy pocos bienes y servicios en el mercado.
Pese a lo anterior, el campesino se ha resistido a modernizarse. En Colombia se encuentran dispersos en toda la geografía, incluyendo algunas áreas urbanas, desempeñando desde las más nobles hasta las más ingratas tareas: cuidar la tierra y el territorio y plantar semillas para la vida, o ser víctimas del abandono, el despojo y la persecución. Las hipótesis de los modernizadores y los amigos del mercado no se han hecho realidad. Los campesinos ahí están: ni los caprichos de la naturaleza, con los inviernos y las sequías que los azotan, ni las políticas modernizadoras del Estado que los golpean han logrado marchitar sus sueños.
Es un hecho. El campesino, acudiendo a las más insólitas y variadas formas de resistencia, ha logrado adaptarse y persistir frente a los cambios y los retos que le plantea la sociedad. La complejidad de su mundo es la base donde se encuentra el sustento de dichos mecanismos de resistencia. A diferencia de los empresarios del campo, en el mundo del campesino habitan las más variadas estrategias de sobrevivencia, las más caras lecciones de climatología, las más severas lecciones de ética, los más sabios y genuinos postulados de justicia, la más profunda sabiduría para relacionarse con la naturaleza.
Ese complejo mundo que sintetiza la vida del campesino, los académicos e investigadores lo han fragmentado, hasta convertir al campesino en agente económico, productor de alimentos y materias primas y consumidor de bienes y servicios. Por ello la sociedad de hoy, el mercado globalizado y las cadenas productivas le exigen ser competitivo y eficiente en el manejo de sus unidades de producción y gestionar de manera sostenible los recursos naturales. Unos requerimientos que, siendo coherentes con el modelo económico, no encajan muy bien con su lógica y su racionalidad. Y no pueden serlo, porque para el campesino la agricultura no es un negocio sino una forma de vida. Y en ello radica la dificultad para comprender y valorar su aporte a la sociedad.
En su parcela, no se opone a la naturaleza. En ella el trabajo se efectúa en el contacto creativo con todas los elementos del cosmos y es allí donde crea nuevas formas de existencia y de comunión con la tierra. En la finca campesina se producen, crean y recrean la vida, la cultura y la historia. Por eso, reconocer su aporte a la sociedad hoy implica comprender la complejidad de su mundo, su historia y su cultura. El tributo que debe rendirse al campesino es un reconocimiento a una forma de vivir y relacionarse con la naturaleza, a una cultura que sintetiza un acervo de conocimientos, mitos y saberes que hacen parte de la identidad nacional.
Por eso, la suerte del campesino requiere que la sociedad y el Estado, a partir de valorar esa forma de vida en la construcción del país, le reconozcan su dignidad como persona y le garanticen las condiciones para su plena realización como ciudadano. Si no se hace nada y se insiste en las políticas modernizadoras, de esa riqueza sociocultural que representa la vida campesina solo nos darán cuenta las crónicas y la literatura costumbrista.
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El tributo que debe rendirse al campesino es un reconocimiento a una forma de vivir y relacionarse con la naturaleza, a una cultura que sintetiza un acervo de conocimientos, mitos y saberes que hacen parte de la identidad nacional.
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