Los resultados recientemente publicados del informe Pisa, Programa Internacional para la Evolución de Estudiantes, no pudieron ser más vergonzosos para Colombia.
La calificación de nuestros estudiantes fue un desastre. En el escalafón que los mide quedaron entre los dos últimos lugares. Por debajo de muchos países que nuestra ingenua imaginación considera atrás, muy atrás, de lo que creemos somos.
Esto que debiera producir un terremoto por lo menos en los padres de familia, pasó de largo sin más reacción que un reportaje, de la señora ministra de Educación, diciendo que esperáramos que en diez años este fracaso se subsanaría.
Esta vergüenza es el retrato de la cruda realidad del país colombiano. Si pruebas como estas, elementales por demás, a la cual fueron sometidos nuestros estudiantes de educación secundaria, se sometieran al examen de quienes están en las aulas universitarias, con seguridad los resultados no serían mejores y quién sabe si para nuestra mayor desgracia, las notas pueden ser peores.
Y así pudiéramos seguir oteando toda la estructura educativa, para cerciorarnos de lo que sospechamos, o sea que nuestros doctores emigrantes de nuestras universidades llevan consigo el pecado original de la ignorancia, cuya muestra la presenta Pisa, poniendo a prueba, como muestra, las recientes calificaciones publicadas y que corresponden a un grupo actual de estudiantes en la mitad de su formación.
El deterioro educativo se refleja en la administración pública y en la ineficiencia e incapacidad de todo el sector productivo colombiano. A la vista está la situación angustiosa de los productos nacionales que no pueden competir con los similares que nos llegan de países vecinos, incluyendo aquellos que nuestro pobre imaginario aprecia como más atrasados.
Esto expele a gentes de diferentes estratos de las actividades, rurales y que viven en las ciudades, para buscar vida en otros campos non santos vinculados a la corrupción y al delito generalizado.
¿A qué se debe este puesto paria, de un país cuya capital por años se había autollamado la Atenas Suramericana? Si se investiga, se encontrará un concierto conceptual peregrino: Padres más lejos de sus hijos, cuya lejanía la barnizan con mimos y tolerancias laxas. Colegios y escuelas con profesores que nada tienen de tales. Y un sindicato especulativo que maneja a su acomodo un magisterio tembloroso.
Pero lo más grave son las pocas horas de encuentro escolar. Un paseo sobre este tema, extraído del excelente libro y obra, del escritor y periodista argentino Andrés Oppenheimer. En el mundo asiático, con la China, ganadora de todos los concursos escolares, a la cabeza, existe la conciencia de que los primeros seis años de un niño son los de mayor impacto educativo. Su cerebro se duplica en el primer año de vida y como una esponja, absorbe increíble información con la estimulación adecuada. A esa edad la educación es una ventana de oportunidad que si se pierde es imposible recuperarla luego.
Un niño asiático, chino, coreano y de países de su alrededor, asiste a la escuela desde los cuatro años. Inicia clases desde las 7:30 de la mañana regresando a casa a las 5 p.m. Un refrigerio y pasa luego a la escuela tutora de su barrio hasta las 8 p.m, para repasar lo enseñado y poner al día los retrasados. Regreso a casa para hacer las tareas exigidas antes de ir a la cama. De ese tenor es toda la educación con solo 10-15 días de vacaciones en el año.
Desde entonces, por ejemplo en China, se les inyecta a los imberbes la obsesión de entrar a la Universidad de Shanghái, para ellos y para muchos externos, la mejor del mundo. Sus graduados son solicitados con creces en todo el orbe desarrollado, con emolumentos de excepción.
Mientras esto sucede en esa parte del mundo, para muchos ayer retrasada hoy compitiendo para ser lo mejor del globo terráqueo, aquí llegan noticias como esta, publicada por el periódico El Tiempo: "1,2 millones de niños no van al colegio, por ser reclamados para trabajo infantil, por la violencia o por falta de recursos económicos".
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