En Aguadas celebraron 25 años del Festival del Pasillo, cuyo marco son sus casonas, señoriales y alegres como el certamen. (Su arquitectura no es antioqueña sino mestiza, pues la teja de barro es española y el bahareque indígena, de una época en que el único ‘antioqueño’ era el ya olvidado rey Antíoco).
Aunque quizás muchos no notaron, en esta edición fueron desterrados merengues, parrandas y joropos que presentaban como pasillos, no con malicia sí con ignorancia, porque los músicos de hoy no diferencian ritmos. Por fortuna, concursantes y público se concentraron este año en la razón de ser del certamen.
Artistas jóvenes cantaron bellas canciones, con sentido de la música andina, centrados más en la interpretación que en la técnica, como debe ser. Lo cual revela que algún sector de las nuevas generaciones empieza a preguntarse qué es ser colombiano.
Dejaron tan grato sabor, que se justifica el sacrificio de oír a una que otra bolerista veteranonga malbaratar pasillos y a cantanticas con voces y estilos que desde hace más de 30 años uniformaron los concursos andinos. Canta una, y se sabe cómo es el resto.
También hubo que soportar a músicos académicos empeñados en descrestar al jurado con arreglos ininteligibles e insensibles, hechos para ganar no para comunicar. A la legua se advierte que provienen de los mundos del rock, el jazz o el bossa-nova, cuyas ‘fusiones’ revelan sus con-fusiones mentales. Por fortuna, fueron opacados por instrumentistas que conocen la relación de bandolas y tiples con el pasillo, sin perendengues.
Otro gran paso del festival es su paulatina desantioqueñización, lo cual permite apreciar la cultura auténticamente caldense. Sorprende, pues la vecindad de Aguadas con Antioquia hacía creerla subyugada por ésta. Se siente un fresquito al ver surgir lo propio…
En la vistosa modalidad de pasillo danzado inquieta la ausencia de investigación. Ciertos grupos en concurso ofrecen repertorios copiados de otros, los cuales, a su vez, los retomaron de terceros, hasta configurar falsas tradiciones o erróneos conceptos de lo autóctono que hacen carrera hasta volverse irreversibles. Otros danzan coreografías diseñadas por sus directores, lo cual es meritorio, pero las presentan como investigaciones sin señalar comunidad ni territorio de origen. Algunos bailes son vodevilescos, no folclóricos.
Los presentan con vestuarios imbuidos de típicos, salidos del magín y no de la pesquisa, cuando un día de mercado saltan a la vista muestras auténticas. El desconocimiento deriva en contrasentidos como usar delantales de labor sobre trajes de fiesta; vestidos de trabajo que parecen de ceremonia; cinturones de arriero combinados con atuendos nupciales, con abusivo despliegue de satín y adornos: las mujeres parecen árboles de Navidad saltarines y los hombres espantapájaros de utilería, igualados en el berrinche cromático.
Ni los mismos jurados de danza se sustraen a la batahola. Algunos cambiaron la investigación por espectáculos comerciales; otros llegan con la sensación de que en su lugar de origen no hay cultura propia, sin averiguarlo. O son bailarines veteranos, conocedores del movimiento más no su significado.
De nada tienen culpa los organizadores, en Aguadas ni los demás certámenes de música andina, pues responden por la logística y cumplen en la medida de los recursos. La falla está en los métodos de selección, que solo permiten apreciar habilidad, técnica y algo de virtuosismo, más no identidad, alma, ni ética. Ya es ganancia si clasifican quienes las tienen.
En cambio, son responsables por no conseguir presentadores que digan algo relacionado con música. Los de este año, con sus “rismos” y “tríos de tres”, nunca supieron si hablaban de sombreros, piononos o pasillos. Y el del tablado debió tener mucho más que garganta y resistencia para gritar sandeces durante 24 horas seguidas.
Nada empaña la importancia del festival. Por eso preocupa ver a muchos aguadeños desconectados y aun opuestos. El parque principal parece dos: mientras la calle de arriba está en olor de pasillo, que brota hasta de establecimientos aledaños, en la de abajo la guachafita fonográfica ahoga lo propio. Que no suceda lo de Ginebra, Valle, donde se abre cada vez más la brecha entre sus habitantes y el ‘Mono’ Núñez que hace visible el pueblo.
Estas consideraciones y el respaldo que pueda darles, no significa que me gusten los concursos que enfrentan culturas. Con todo y ello, sería peor no tenerlos.
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