Resulta inevitable entrar en la dinámica decembrina (cada vez más prematura) y dejarse arrastrar por la corriente de las celebraciones, las integraciones, las fiestas y los regalos de Navidad. Al cierre de un año, y luego de los afanes laborales y las presiones de un mundo que apela cada vez más a la eficiencia, han de ser bien recibidos la distensión y el regocijo que parecen cernirse sobre todo lo material e inmaterial por estos días. Hasta las ciudades se hacen regalos, representados en iluminación, obras públicas o fiestas.
La ciudad de Medellín, por ejemplo, se está dando como regalo, entre otros, un ciclo de conferencias y conversatorios con la filósofa norteamericana Martha Nussbaum, una pensadora bastante influyente y reconocida en el tiempo reciente, galardonada incluso con el premio “Príncipe de Asturias” de Ciencias Sociales, gracias a sus trabajos sobre la justicia, la solidaridad, la libertad y las capacidades humanas. Le viene muy bien a una ciudad (y a un país) presionada por la competencia respecto de indicadores convencionales de desarrollo económico, abrir el debate sobre el sentido y naturaleza del desarrollo en un sentido más amplio, que permita, a decir de la misma Nussbaum “…que todas las personas tengan la posibilidad de desarrollar toda la gama de sus facultades humanas, en cualquier nivel que eso pueda darse, en las condiciones en que se encuentran, y que puedan gozar de la libertad y de la independencia permitidas en esas condiciones.”
En otra dimensión de lo navideño, y volviendo sobre los regalos de la época, me dan vueltas en la cabeza diversas apreciaciones sobre las campañas que invitan a “hacer feliz en Navidad” a los niños que tienen mayores restricciones materiales. Sin lugar a dudas es meritorio dedicar esfuerzo, trabajo y dinero para mitigar en alguna proporción la diferencia en acceso a bienes materiales. Nadie está obligado a hacerlo, y por ello es meritorio. Pero por otro lado, y luego de haber participado e incluso promovido diversas campañas para distribuir regalos para niños pobres en Navidad, me quedan serias dudas de la contribución de estas acciones a que los niños superen en algún momento, y de manera definitiva, su condición de desventaja.
Es posible que esto no sea responsabilidad individual de ninguno de nosotros, pero sin duda es responsabilidad colectiva de todos nosotros. Porque calmar en otro el hambre o cualquier privación, si es transitoria, puede ser una decisión individual y corresponde con la expresión que cada quien considere de caridad o solidaridad. Pero cuando la privación es permanente, y afecta no solo la satisfacción de necesidades sino la posibilidad de resolverlas en el futuro, entramos a la dimensión de la Justicia, acerca de la cual todos como sociedad tenemos responsabilidades.
Es justo sin duda que todo niño reciba un regalo en Navidad, lo que no es justo es que muchos padres no puedan tener la capacidad para proveérselo. Y en esto somos responsables todos, directa o indirectamente, por acción o por omisión. Y en la misma medida, con el empeño con el que construimos celebraciones y organizamos campañas que invocan solidaridad, mucho más podremos hacer si la desligamos de la época, y la proyectamos en acciones permanentes y verdaderamente transformadoras.
Es loable que nuestra sensibilidad aflore y nos movilice en diciembre, pero poco hace ella por transformar las condiciones de injusticia e indignidad en que viven muchas personas próximas a nosotros, que ven restringidas sus propias capacidades entre enero y noviembre.
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