Pese a los cambios en las estructuras políticas, sociales y económicas que en los últimos siglos han restado legitimidad y combatido fenómenos como la esclavitud y los genocidios, el mundo sigue atestiguando deplorables eventos de discriminación, segregación e incluso eliminación sistemática de determinados grupos humanos, no solo porque se les asesine, sino también porque se les destierra, se les esclaviza, se les humilla o simplemente se les ignora.
El drama que padecen los sirios en Europa no es muy distinto de la persecución que sufren los latinos en Estados Unidos o de la deportación masiva de colombianos desde Venezuela. En los orígenes, las formas y las dimensiones hay evidentes diferencias, pero en el fondo la prevención, el temor, el rechazo o el odio hacia grupos sociales que parecen distintos por su origen o sus rasgos físicos, termina teniendo los mismos efectos en cuanto al desconocimiento de la dignidad de los seres humanos, en una inevitable relación entre “superiores” e “inferiores”.
En general, los ejemplos citados caben en la denominación de Xenofobia, que es por definición el temor o rechazo frente a los extranjeros. Donald Trump, por ejemplo, podría representar uno de los más reconocidos xenófobos de la actualidad. Pero si se repara en sus impopulares declaraciones, se puede advertir que el rechazo del precandidato presidencial norteamericano no es para todos los extranjeros, sino para aquellos que se consideran en desventaja, y de los que se teme van a restar bienestar a los norteamericanos y van a poner en riesgo su calidad de vida. Es decir, podría aplicarse el concepto de Aporofobia, que se atribuye a la académica Adela Cortina, y que se define como el rechazo y miedo frente a los pobres y la pobreza en general.
Pese a las diferencias ideológicas con el mundo musulmán, el señor Trump no está pidiendo que se limite el ingreso de ciudadanos del mundo árabe, sino específicamente de los latinos, a quienes considera más pobres, no solo en términos de lo económico.
Pero tan aberrante sentimiento de rechazo no es exclusivo de personajes tan tristemente célebres. Nosotros mismos, en la cotidianidad, abrimos nuestras puertas y estamos dispuestos a otorgar concesiones para recibir extranjeros, especialmente si vienen de los países de mayores niveles de desarrollo. En cambio somos hostiles, sentimos miedo y en el mejor de los casos nos causa lástima (sin hacer mucho más allá del sentimiento) si encontramos en nuestras ciudades familias indígenas en condición de desplazamiento. Se ha generalizado la Aporofobia entre nosotros.
Más grave aún, y al igual que Trump, a nuestros hermanos indígenas no solo los tratamos como pobres si los encontramos mendigando. De manera general los consideramos de menor valor, a ellos como personas, a sus expresiones culturales, simbólicas, políticas y sociales. Y como expresión mayor de la discriminación, la institucionalidad trata con grave desventaja a los indígenas, tanto por la negligencia en el reconocimiento de sus derechos como por la aplicación de medidas legales en desproporción. El caso de Feliciano Valencia es, a mi juicio, tan o más aberrante que las expresiones populistas de Trump.
Cuando la Guardia Indígena detiene a guerrilleros indígenas que han asesinado a sus líderes, los juzgan, destruyen sus armas, reprenden a los menores de edad y aplican penas ejemplares a los mayores, todo en tiempo récord de una semana, el país entero les aplaude, como años antes les asignaron un Premio Nacional de Paz por garantizar el imperio de la justicia, apenas con unos bastones de mando. Pero cuando la Guardia Indígena detiene a un soldado indígena que pone en riesgo a toda la población, lo sanciona con “fuetazos”, y le da a beber un preparado para que “remedie” su conducta, uno de sus más significativos líderes es condenado a 192 meses de cárcel por tortura y secuestro.
Toda acción ilegal merece un castigo, pero debe ser juzgada en su contexto. Retener a una persona y golpearla es en todo caso deplorable. Miembros de la institucionalidad lo hacen a diario contra indígenas y campesinos, amparados en el “uso legítimo de la fuerza”. Cuando ocurre en el sentido contrario, en evidente desventaja, un líder indígena es tratado como el peor de los criminales. Sin justicia y equidad, no habrá paz.
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