Aunque sería muy difícil obtener una cifra precisa, es indudable que Colombia es un país de mayoría Cristiana, sea por confesión o solo por matrícula. Al menos, ante los temores que puede suscitar la actividad volcánica, un terremoto o viento huracanado, la gran mayoría de colombianos recordamos que alguna vez estuvimos consagrados al Corazón de Jesús o que nuestras familias nos bautizaron para que, si la muerte nos encontraba tempranamente, no estuviéramos por ahí "…como un animalito…". El punto es que bajo denominación Católica, Protestante, Ortodoxa o de otras corrientes, muchos colombianos, yo entre ellos, aceptamos el mensaje de Cristo, narrado en los evangelios y rememorado hace apenas unas semanas en las celebraciones de Semana Santa.
En alguno de esos mensajes, puesto en boca de Jesús en el evangelio de Mateo, dice: "Han oído que se dijo: Ojo por ojo y diente por diente. Pero yo les digo…".
Ese mensaje, como el de las bienaventuranzas, como el de la comparación con samaritanos, como las denuncias de un clero corrupto e hipócrita, valieron para Cristo y sus seguidores la condena pública, pero al tiempo marcaron la diferencia respecto de una expresión religiosa que no podía tener sentido si mantenía el odio, la venganza y la sed de sangre como criterios, solo por sentirse "el pueblo elegido".
Nuestro mundo occidental se horroriza cuando un grupo fundamentalista cobra la sangre de quien ofenda a su dios o a sus tradiciones, pero calla (y celebra) cuando sus ejecutores son igualmente ejecutados, pudiendo ser capturados, sin mediar un juicio justo. Es igual de inconsecuente el clamor generalizado de venganza, cuando lo que deberíamos reclamar es justicia. En el mismo texto evangélico, unas líneas atrás del pasaje referido, Jesús llamaba bienaventurados a los que tenían hambre y sed de justicia, y no de sangre; a los misericordiosos, no a los vengativos; a los que construyen la paz…
No quiero con esto revivir los errores de un Estado confesional, creo que siempre debimos ser un Estado laico, pero si la mayoría adopta un mensaje como orientación de vida, ese mensaje debería reflejarse en expresiones y actuaciones políticas, no solo religiosas.
Como a los fariseos, sacerdotes y maestros de la ley de la época de Jesús, vemos al procurador general de la Nación, en virtud de sus convicciones, oponerse al aborto y la eutanasia, por su defensa de la vida, al tiempo que reclama bombardeos, como si las bombas no acabaran con la vida. ¿O no son vidas las de los civiles de las zonas bombardeadas? ¿No son vidas incluso las de los jóvenes campesinos que hoy visten de guerrilleros, igual que las que visten de soldados?
No pretendo comparar las fuerzas legítimas del Estado con las de grupos delincuenciales responsables de las mayores atrocidades. Pero ambas partes están poniendo como muertos a los que están menos convencidos de la necesidad de su guerra. En las cúpulas de ambos bandos están quienes pelean por sus convicciones, y en el terreno se matan quienes han sido llevados por las circunstancias y el infortunio.
En esta guerra, y en ninguna, es imposible hablar de malos y buenos. Por eso lo que hay que reclamar es que se exponga la verdad y se imponga la justicia. Años atrás, un pueblo esperaba liberación y expresiones de poder ante las violaciones, los abusos y la sangre derramada por años. Uno de sus líderes les habló de verdad, justicia y perdón. Algunos lo siguieron y aceptaron su mensaje, otros se sintieron traicionados y pidieron crucificarlo. No han resuelto aún su conflicto, lo han ahondado. En aquel entonces, como hoy, lo único que quieren es sangre.
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