Álvaro Mutis, el reconocido poeta y narrador colombiano fallecido en 2013, se definió en algunas ocasiones como "un medieval perdido" en su época, y siempre hizo pública su admiración por costumbres y circunstancias de los siglos anteriores, de manera particular por la Monarquía como modelo de gobierno. Y nada tenía que ver el hecho de recibir premios de literatura que llevan nombres de príncipes o reinas, pero tampoco significaba provocación alguna, como varias veces debió explicarlo.
A decir de Mutis, "la única fuente posible de poder y de autoridad sobre el hombre, y fundamento de las leyes que deben regir la conducta del hombre, tiene que tener un origen trascendente". Un poder de esa naturaleza, otorgado por Dios, para Mutis debía aceptarse y obedecerse. En contraste, el poder que otorgan las mayorías a una persona para que decida en su nombre, lo consideraba siniestro. Citaba permanentemente a Ortega y Gasset, que señalaba que cuando muchas personas están de acuerdo es solo para una bellaquería o una sandez.
Diversos hechos recientes, globales, nacionales y locales, me hacen recordar las palabras de Mutis, y ver con algo de fastidio nuestra pobre democracia. No dejo de creer en las instituciones y en los mecanismos que las soportan, pero las noticias nos dan evidencia de las desviaciones y perversiones con las que son administradas ante el silencio aprobatorio de las sociedades.
Manipulación, componendas, propaganda mentirosa y arreglos "por debajo de la mesa" han servido para justificar invasiones militares a países "no alineados". También han valido para movilizar las aspiraciones, frustraciones y necesidades de las mayorías para elegir desde alcaldes hasta presidentes, y por estos días, en que se celebran asambleas de corporaciones y sociedades privadas, los mismos instrumentos brillan para elegir dignatarios en juntas y consejos directivos.
Presumimos de una democracia que no respetamos, o que quizá ni siquiera existe. Con un atuendo que es apenas un disfraz, varios de nuestros líderes, de los sectores público y privado, logran movilizar todo tipo de recursos para favorecer sus intereses personales desde cargos de magistrados, senadores, presidentes, gerentes o consejeros, desde los cuales ostentan un poder que para ellos es un fin, cuando para la sociedad es un medio para la construcción del bienestar humano.
Quizá varios de ellos quisieran también vivir al estilo de las monarquías. El poder de las primeras damas, la heredabilidad de las curules del Congreso, el "delfinazgo" en los distintos niveles del gobierno, los círculos de poder familiar en instituciones públicas y la influencia desde algunos sectores de lo privado hacen pensar que el ejercicio de ciertas funciones no viene por las competencias sino por un don, a su vez hereditario.
En el ejercicio de la política (pública o privada), al parecer los seres humanos dejaron de ser el centro, al menos los seres humanos que no pertenecen al círculo más estrecho de parentesco o afinidad. Quizá por ello declaraba Borges su falta de fe en la democracia, a la que llegó a llamar "ese curioso abuso de la estadística".
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