Ya había mencionado en una columna anterior que alcancé a motivarme con el discurso de posesión de Petro y sus referencias a la "Política del Amor", que se desvirtuaron luego desde un balcón cuando habló de quienes no lo respaldaban. Quizá son obvias las razones por las que el "amor" del que hablaba Petro no se acerca a los postulados del amor de la doctrina Cristiana: poner la otra mejilla, perdonar, no discriminar… sino fundamentalmente al amor propio y la promoción del odio contra quien lo desafíe. Me sorprendió sí que hace unos días, a propósito de un concierto ecuménico celebrado en el Vaticano, se encendieran las calderas del odio entre militantes de una y otra expresión del cristianismo, que se consideran traicionados por los músicos católicos y protestantes que se atrevieron a cantar juntos.
Una cosa es la firmeza en los argumentos para distanciarnos ideológicamente, pero otra es esgrimir el odio como sentimiento y como recurso.
Lamentablemente, es cada vez más escaso el espacio para los discursos de solidaridad, compasión (que no es igual que lástima), reconciliación y amor, y en cambio gana espacio, a veces sin advertirse, el discurso del odio. Incluso, en el orden de lo jurídico se reconoce el "discurso del odio" como una materia susceptible de ser regulada. La Convención Europea de Derechos Humanos, por ejemplo, declara que la incitación al odio contra un grupo religioso no es compatible con los derechos fundamentales y las libertades garantizadas en el Convenio Europeo de Derechos Humanos.
Así mismo, en su artículo sobre odio religioso y libertad de expresión (2009), la profesora Francisca Pérez-Madrid refiere cómo la incitación al odio racial y religioso gana espacio en Europa sobre la promoción de la tolerancia, y muestra cómo en el entorno mundial, desde las atrocidades nazis hasta los genocidios en África, se ha abusado de los discursos y de los medios de comunicación para promover la discordia y la violencia. También presenta tres características fundamentales en este tipo de discursos: delimitar a un individuo o grupo de individuos, estigmatizar a su "objetivo" adjudicándole mediante generalizaciones cualidades consideradas como indeseables, y desplazar a dicho grupo o individuo fuera de las relaciones sociales normales, sugiriendo su presencia como hostil e inaceptable.
De diversas maneras, desde los medios del "mundo occidental", antes y después de (quizá también desde) Charlie Hebdo se ha promovido el odio contra los musulmanes. Quizá por ello se muestra como victoria y justicia que fuesen perseguidos y abatidos los asesinos de los caricaturistas de París, mientras poco se dice del atroz asesinato de tres estudiantes musulmanes en Estados Unidos, a manos de un abanderado del odio que se autoproclamaba "antiteísta". En ambos casos, la ceguera del odio activó las armas, pero solo uno de ellos mereció el repudio mundial.
En nuestros medios y en nuestro entorno no se vive distinto. La agenda de muchos de nuestros líderes parece ser la agenda del odio, y tanto los medios de comunicación como las redes sociales, ofrecen plataformas propicias a la polarización, catapultas para lanzar insultos y espacios para generalizar, estigmatizar y desplazar, como decía la profesora Pérez-Madrid, al objeto del odio.
"Petristas", "Santistas", "Uribistas", y muchos de quienes se instalan en su propio polo, han logrado involucrarnos en su agenda de odio. El colmo de ello ha sido la pretensión de enlodar la campaña pacifista de Antanas Mockus, quien en sus momentos de mayor ofuscación pública ha llegado al máximo de arrojar un vaso de agua o bajarse los pantalones, hechos también reprochables, por los que se ha disculpado con evidente arrepentimiento.
Hoy desde columnas de periódicos, desde micrófonos, desde altares, desde curules, se emite un discurso del odio que fácilmente compramos. Me apena confesar que he respondido desde las vísceras a la indignación que me causan palabras y hechos de los agentes del odio que tienen algún ejercicio político. He caído en su juego. Me propongo como ejercicio usar las redes sociales solo para proclamar un discurso de amor y compartirlo solo con quienes lo promuevan. Espero no quedarme sin palabras y sin amigos.
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