Como una de las tantas lamentables secuelas De la violencia que ha consumido nuestra sociedad en los últimos años, hemos vivido el fenómeno terrible de los "falsos positivos", que es la manera como se han llamado mediáticamente a centenares de ejecuciones extrajudiciales perpetradas por miembros de la fuerza pública que han olvidado que su función primordial es la protección de los ciudadanos y el mantenimiento de las condiciones de seguridad y convivencia que le permitan el pleno goce de derechos. Ahora bien, es probable que en estos casos de funcionarios desleales con su juramento no sea olvido lo que les aqueje, sino que en su propia balanza de valores ha pesado más un ascenso, un reconocimiento público o un estímulo económico.
No voy a defender lo indefendible, pero quiero advertir que no es solo responsabilidad de quienes hayan disparado, sino además de quienes soportan un esquema en el que hay retribución económica por una operatividad y efectividad que debería ubicarse dentro de los límites de sus obligaciones, y que tiene enormes riesgos cuando no hay plena conciencia de la frontera de los derechos.
Pero esta nota no se trata de los deplorables casos de los que se está ocupando la justicia (confiamos en ello). Recientemente, en el país han sonado cientos de casos de lo que en mi concepto también podría calificarse como "falso positivo".
Decenas de municipios del país, muchos de ellos de la menor categoría en cuanto a ingresos y rentas, han adoptado el mecanismo de detección remota de infractores de tránsito, a quienes se les aplica las denominadas "fotomultas", contribuyendo de paso a mejorar los ingresos de municipios que, bien sea por insuficiente base de generación de rentas, o por ejercicios fiscales irresponsables, por años han vivido el desbalance entre sus necesidades de inversión y los recursos que gestionan.
Me atrevo a compararlo con las ejecuciones extrajudiciales porque en ambos casos los funcionarios públicos están dejando de advertir que el propósito de las normas y el ejercicio de un poder público no es el de la coerción y la sanción, sino el de la convivencia, y que si bien su obligación es garantizar un entorno de seguridad, se desvía el propósito cuando su garantía está mediada por un ingreso económico.
No tuvo ningún recato el alcalde de Calarcá -uno de los primeros en adoptar esta célebre medida- para reconocer hace un par de años que su estrategia era un "súper negociazo" (Crónica del Quindío, Nov. 29 de 2012), y varios de quienes siguieron su ejemplo, se han escudado en estadísticas de accidentalidad y escenarios de riesgo, la mayoría de ellos sin soporte en cifras sólidas.
Las normas de tránsito, como casi todas las normas, son ante todo instrumentos para la convivencia y la prevención de situaciones que pongan en riesgo la integridad de los ciudadanos. En este sentido, cuando en el área circundante a las carreteras hay escuelas, poblados o alto riesgo de accidentalidad, además de una mayor cultura ciudadana (que también es precaria), bastante ayudan la adecuada señalización, la ubicación de estructuras, los reductores de velocidad y las advertencias para los conductores. Establecer límites de velocidad en 40 kilómetros por hora para carreteras diseñadas para velocidades mayores sin duda afecta la movilidad y la competitividad, y además de ello, hacerlo sin la debida advertencia, permite presumir que los alcaldes están orientados más al "súper negociazo" que a la seguridad vial y la convivencia ciudadana.
Finalmente, es indudable que hay condiciones de riesgo para familias que viven a orilla de carreteras principales, pero en muchos municipios de Colombia, la ubicación de viviendas próximas a factores de riesgo no es más que la evidencia de la falta de control y toma de decisiones en materia de ordenamiento del territorio. Sorprende ver a varios alcaldes del país compitiendo con otras instituciones que tienen funciones de tránsito, mientras descuidan obligaciones de ordenamiento, en las que nadie puede reemplazarlos.
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