Resulta casi inevitable por estos días pensar y hablar acerca de los diversos aspectos de nuestras dinámicas democráticas, dada la coyuntura de las elecciones territoriales. En columnas anteriores he reiterado mi opinión sobre la precariedad de nuestra democracia, que confunde algunas de sus expresiones con herencias y tradiciones propias de las monarquías: A las sedes de gobiernos las llamamos “Palacios”, a los gobernantes en sus actos de posesión se les imponen bandas, mantenemos figuras anacrónicas como las de las “Primeras Damas”, que además de machistas resultan trasgresoras del ordenamiento jurídico en la medida que le otorgan peso institucional a quienes no tienen funciones públicas… en fin, tratamos con reverencia a cargos y funcionarios que si algo debieran recibir de la ciudadanía habría de ser control sobre el ejercicio de sus funciones.
La reverencia indeseable, que es una expresión equivocada del respeto y dignidad que merecen los niveles de responsabilidad de los cargos de gobierno, le quita peso al pueblo elector, y le resta carácter a la dimensión de servidor público y de mandatario, que no debe ser quien pretenda mandar sobre los demás, sino quien recoge el mandato del colectivo y se compromete a alcanzar unos propósitos que son respaldados con votos (en teoría al menos).
En una línea similar a la planteada, Nicola Lococo señalaba hace poco que “la democracia actual se limita a escoger al próximo tirano”.
Mucho del comportamiento y de las relaciones trazadas entre gobernantes y ciudadanos terminan guardando similitud con los esquemas de ejercicio de poder bajo las figuras de reyes, emperadores o faraones. Pero en muchas ocasiones esto no obedece a la intención de los gobernantes, es ante todo una actitud errada de parte de los ciudadanos, alimentada en alta medida por los funcionarios de niveles medios en la institucionalidad que mantienen ritos y mediaciones como si quienes gobiernan fueran la encarnación misma de la verdad y la ley.
Pero estos comportamientos y costumbres no solo afectan las relaciones entre gobernante y gobernados. Más grave que eso, afectan gravemente la gestión del Estado y la continuidad de las políticas. Al término de cada período de gobierno, el mandatario saliente es objeto de todo tipo de homenajes y honras, como lo eran los faraones al fallecer, e igual que con estos, al lado del cuerpo objeto de honras se sepultan sus servidores, sus posesiones y sus símbolos. Es lamentable que la reverencia propia del ejercicio del poder contraste con el olvido al que se someten las acciones promovidas por cada gobernante una vez termina su período.
Solo para proponer una referencia, las actuales administraciones de Manizales y Caldas, dotadas de aciertos y desaciertos, han hecho esfuerzos dignos de resaltar en términos de la formulación de políticas públicas, con visiones de largo plazo y con esquemas de construcción participativa. Lo más lamentable para los territorios sería que dichas políticas se enterraran por los próximos gobernantes, como suele ocurrir al cambio de administraciones, cuando cada quien quiere poner su propio sello.
Los Estados que mantienen las monarquías dentro de su estructura política, tienen una historia de institucionalidad mucho más larga que la nuestra. No necesariamente mejor, solo tienen más experiencia acumulada. Nosotros tratamos de imitar algunas de sus formalidades, pero no hemos sido capaces de construir historia, porque además de contar con una breve historia como república (comparada con otros Estados), pretendemos refundarla cada cuatro años.
No solo tenemos el reto de elegir bien a los próximos gobernantes, tenemos ante todo la responsabilidad de hacerle saber a los elegidos que la soberanía de un pueblo no descansa en la figura de quien lo administra, sino en la construcción de un sueño y una identidad colectiva.
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