En su más reciente columna en este periódico, Guillermo Orlando Sierra, rector de la Universidad de Manizales, alertaba por la creciente e infortunada tendencia a adecuar la educación a los "principios y prácticas del mercado" y ponerla al servicio de las necesidades de las empresas. Al tiempo opinaba que en esa misma tendencia, la educación como formación para consolidar una ciudadanía democrática es generalmente considerada un despilfarro del gasto público. Lamentablemente parece cierto que se piensa así, y no solo desde las empresas, sino incluso desde el Ministerio de Educación Nacional, pues en dicha cartera, desde la puesta en marcha la llamada Revolución Educativa, se cambió el rumbo de la educación como palanca de la movilidad social hacia un motor del desarrollo económico, propósito necesario sin duda, pero no único en la expresión del bienestar.
El propio Ministerio promueve en sus documentos las estrategias para que los jóvenes se inserten más rápidamente al mercado laboral, a través de la formación técnica y tecnológica, que es un nivel de formación estratégico, pero al cual no se le está asumiendo en su dimensión de potencial, sino en su función instrumental de capacitar seres humanos para el trabajo. Así las cosas la formación científica rigurosa, la promoción de la investigación, las artes y las humanidades, están de sobra en un sistema educativo que necesita preparar para la competitividad, y que no reconoce que esta depende además de muchos otros factores políticos y económicos globales.
La educación, especialmente la superior, es sin duda un medio y no un fin. Pero el más sublime de los fines a los que debe servir no es el crecimiento económico, sino el bienestar del ser humano, individual y colectivo. Sí, necesitamos ser un país más competitivo, pero necesitamos llegar a serlo entendiendo los problemas a través de la ciencia y no solo respondiendo a ellos a través de la técnica. Pero además de ello necesitamos que quienes entiendan y atiendan los problemas lo hagan por su sentido de responsabilidad, solidaridad y ética, que no se transmiten en las instrucciones para operar máquinas, sino en la formación humanista. Capacitar solo para el trabajo instrumentaliza a los seres humanos. Educar para las preguntas, la creatividad, la expresión y la solidaridad hace que el trabajo sea digno, y que la sociedad realmente progrese, aún cuando fuese menos competitiva.
Por fortuna, hay quienes no se resignan a aceptar el mercado y sus reglas como única verdad, y persisten en sus empresas que, si bien no fortalecen las tesis convencionales del progreso económico, sí transmiten fuertes ideas sobre la equidad. Lo digo, por ejemplo, por la pasada serie de conciertos de la Temporada de Jazz Universitario, a los que se podía asistir gratuitamente y en los que se pudo constatar que la euforia que sembraron los músicos desde las tarimas, fue repartida por igual para quienes asistieron, sin diferencia de estrato o capacidad adquisitiva. Hoy pocos productos y servicios de los mercados convencionales se reparten de esa manera.
Igual ocurre con los conciertos de la Banda Municipal, los de la Orquesta Sinfónica, el proceso formativo de Batuta y otras tantas empresas artísticas y culturales que nos recuerdan que no es la educación la que debe sustentar el trabajo, sino que debería ser el trabajo y el progreso económico los que soporten procesos formativos que garanticen condiciones de dignidad y libertad para todos los seres humanos.
Una sociedad donde se trabaja más y se produce más, pero además donde se consume más y se contamina más, no es una sociedad mejor, es solo la evidencia de nuestras insatisfacciones individuales y colectivas, que pretendemos llenar con productos muy bien publicitados, como los teléfonos inteligentes, la televisión de realidad y el sentimiento patriótico expresado en una camiseta.
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