Termina hoy en Lima la vigésima “Conferencia de las Partes” sobre Cambio climático, conocida como COP 20 por sus siglas en inglés. Como en otras cumbres, fue abundante la presentación de experiencias, el planteamiento de solicitudes y reivindicaciones de los pueblos indígenas, los discursos de los políticos, el llamado a la inversión de los países más desarrollados, las demandas sobre la intervención del sector privado… en fin… ninguna novedad.
La cumbre en sí misma no es garantía de transformaciones sobre las actividades responsables del deterioro ambiental y los cambios globales, dentro de los cuales el cambio climático se ha llevado el protagonismo reciente. Pero no logra ser garantía porque, por un lado, los gobiernos negocian a puerta cerrada sobre compromisos que tienen débiles seguimientos, pero por otro lado, el interés de los ciudadanos es mínimo, como si lo que se negocia no tuviese nada que ver con la permanencia de nuestra propia vida en el planeta.
El incremento de nivel del mar, la pérdida de capacidad productiva de los suelos, el incremento en la torrencialidad, la propagación de enfermedades, son hechos reales y evidentes, pero menos presentes en la agenda pública que las posibilidades de compra de un jugador por un club europeo o las vinculaciones políticas transitorias de nuestros líderes locales.
Para mitigar el deterioro económico, social y ambiental de los territorios es que los gobiernos administran los recursos públicos, y en virtud de ello tienen la primera responsabilidad, en ejercicio de sus deberes políticos. Pero los deberes políticos también cubren a los ciudadanos, que no podemos seguir viviendo “en cuerpo ajeno”. Fallamos y seguiremos fallando mientras no guardemos coherencia entre nuestras acciones cotidianas y nuestras aspiraciones sobre un estado de bienestar. Pero más fallamos cuando no hacemos seguimiento a la agenda pública y no demandamos compromisos reales y concretos de quienes reciben el mandato de administrar el patrimonio público.
A las actuales administraciones municipales y departamentales les resta un año de gestión, y en varias de ellas, el territorio se sigue ocupando de manera irregular y desordenada, la cobertura de servicios públicos es insuficiente y complementada por la informalidad y la ilegalidad, los sistemas de saneamiento son insuficientes o ineficientes, cuando existen… y se empiezan a barajar los nombres de los candidatos, que seguro asumirán el compromiso de resolver esos y otros problemas estructurales, para los cuales cuatro años resultan sin duda insuficientes.
Es indudable que el clima está cambiando, y que es responsabilidad de los Estados asumir compromisos para mitigar o adaptarse a sus efectos. Pero a una escala nacional es imposible atender con la precisión que la institucionalidad territorial puede operar, de ahí que deberíamos proponer debates sobre las responsabilidades de los próximos gobiernos locales en la gestión de los referidos cambios. Pero de poco sirven los debates si no están acompañados de seguimiento y compromisos de los propios ciudadanos.
Podemos seguir viendo que se celebren cumbres globales, que son importantes para la reflexión, pero no pueden responsabilizarse de la acción. Tenemos aún la posibilidad de conducir los cambios -cada vez más acelerados- de nuestras formas de habitar, producir, consumir y relacionarnos. Pero si no lo hacemos, los cambios globales van a alcanzar proporciones de determinación sobre los cuales no tendremos más opción que la resignación, y esa no puede ser nunca una característica del ejercicio político.
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