Vi Los Nadie, la primera película del colombiano Juan Sebastián Mesa. Es la historia de Ana, Camilo, Mechas, Pipa y Manu, jóvenes que parecen venir de ningún lado y, aunque están planeando un viaje, también parecen ir hacia nada. Vienen y van por el barrio, por la ciudad, pero ni lo uno ni lo otro, nada. Viven una Medellín en la que confluye todo, lo de ayer y lo de hoy, pero ellos la caminan como si nada. Si hay violencia ya no se responde, se camina por los lados; si hay pobreza ya no hay lugar para reclamos, se cambia el tema.
La vida de Los Nadie está en el punk, en la ilustración, en el tatuaje, en el poema, en los malabares. Sus vidas están en las artes, aunque en las dosis justas, para poder ser sin decir nada, sin comprometer nada, sin dañar nada, sin arreglar nada, sin figurar en nada. Los Nadie viven sin obligarse a ser alguien. Y no nos equivoquemos: no es el arte que les quedó por no tener nada, como si todavía estuviéramos en la Medellín de Rodrigo D, es ahora también el arte que se inventaron para ponerse a salvo de los afanes, en la nada.
En marzo de este año, Laura Martínez Duque escribió en la revista Arcadia: “Los Nadie es una película sobre nada. Esa nada adolescente: el tiempo compartido, las charlas sin sentido, los sueños que discurren. Es una película sobre un viaje que se insinúa, sobre vínculos frágiles, sobre amores que no terminan de resolverse en una ciudad que ejerce muchas formas de violencia, a veces incluso, una espiritual”. Aunque cada vez parece más una nada de la época y no una nada de adolescentes.
Los Nadie no resuelven nada, entonces los más dogmáticos nos despelucamos; Los Nadie no quieren resolver nada, entonces los más dogmáticos nos volvemos a despelucar. Pero nunca paramos de mirar hacia dónde van Los Nadie, nos atrapa el enamoramiento de verlos vivir como nunca hemos vivido.
La paradoja está en que Los Nadie son orbitados todo el tiempo por los dogmas y las creencias de los demás. Los otros rezan, cuidan sus familias, creen que Medellín es el mejor pedazo de planeta, siguen la lucha universitaria, reclaman por los desaparecidos. Todo encima de Los Nadie, pero para ellos es nada. Son como tentaciones para quien no tiene hambre.
Cualquiera queda enganchado con cualquiera de Los Nadie, como si nada. En mi caso, la historia es el péndulo que se mueve entre Ana y Camilo.
La belleza de Ana es mítica, en ella caben las otras mujeres de su mismo tiempo. Ella se cierra cuando no quiere saber de nada ni de nadie, entonces llora en silencio y la pantalla se oscurece. Ella se abre cuando quiere echarse en los hombros la historia suya y la de los otros, entonces dibuja, se pavonea sin miedos y se convierte en la luz. Llega uno al punto de pedir que no la quiten del plano, llega uno al punto de no querer parar de escucharla ni de mirarla. Pero Ana quiere irse. Ni los dólares que le envía su mamá, ni la compasión de la tía que la cuida, mejor nada. Y cuando uno más cree que está enamorada, nada.
Camilo es la duda. Parece firme para la nada, deja las cosas igual de pendientes, tiene las mismas conversaciones sin final y parece tan desprendido para el futuro como los demás. Lo hace bien de nadie. Pero entre nada y nada, no deja de pensar en su mamá y en su hermano, y conserva aún la moto vieja de su papá. Todavía queda algo que lo arraiga, una creencia, una nostalgia, y a ratos se vuelve frágil para la nada. Igual quiere irse.
“Muere lentamente (…) / quien no arriesga lo cierto por lo incierto por ir detrás de un sueño (…)”, dice el poema que Manu le lee a su madre. Puede que Los Nadie estén atrapados en el medio de esos versos, con ganas de lo incierto, pero sin sueños en los cuales creer.
Vean la película.
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Entre bambalinas: Hoy firmamos el acuerdo de paz con las Farc. Por fin. Para hacerlo realidad, y vivirlo, hay que empezar por creer que es posible. Creamos que el perdón nos sorprenderá pronto, como el milagro del que habla el jesuita Francisco De Roux.
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