Estimada:
“Algún día juntaremos los soles que tú pintas con los soles que yo hago nacer y tendremos para los dos, para los tres y para todos, unas caras felices”. Así empiezo esta carta, con las palabras que Carlos Pizarro usó al escribirle a su hija. Son una promesa de que al final de todos nuestros bandazos, de todas nuestras guerras, juntaremos nuestros soles. Los mismos que alumbran y que queman, pero que si se juntan no son solo de dos sino de todos.
La última vez escribí sobre hacer la paz en la casa, en la intimidad, y me preguntaron que de qué hablaba. Así que decidí escribirte esta carta porque al final es un tema entre vos y yo, y entre esta Manizales nuestra que tanto le cuesta perdonar y que tan poca guerra ha vivido.
Escribo de nuevo como un cursi, pero muy poquito. Lo hago para insistir que la paz en la intimidad se hace con la misma paz que nos están proponiendo desde afuera y con cierta dosis del amor cotidiano. Es que si volvemos a vivir con quienes confrontaron nuestras leyes y quebraron nuestro modo de vivir, tendremos que volver a aprender sobre cómo amarnos cuando estemos más cerca.
Creo que sobre la paz de la casa, sobre la íntima, hay pistas en las cartas de amor y guerra. Justo en una de esas, en 1983, Pizarro terminó diciéndole a su hija: “Sé generosa en el amor, no cuentes en tiempo, ni te reserves nunca para el futuro en cosas del amor. Desgárrate siempre que ames. Ama con todo el amor de la vida cuando el amor te asalte”.
Esa idea siempre la he discutido con vos. No deja olvidar que la paz íntima es posible si el amor por el otro abandona la prudencia y las diplomacias. Si no se mide ni se calcula. Porque si el empresario contrata a un exguerrillero solo por los cálculos tributarios, un día el desencuentro no disimulará más. Así como vos y yo vimos que los futuros planificados condicionan la entrega por el otro y hacen que aplacemos el presente y que no vivamos como si cada paso fuera el primero y el último.
Hace poco se reveló una carta que escribió un soldado estadounidense para la mujer que amó durante la Segunda Guerra: “Estaba muy feliz de haberte podido ver esa mañana en la iglesia. Lamento no haber sido más locuaz pero estar rodeado de mucha gente repentinamente me dejó sin palabras. Supongo que es lo que pasa después de estar rodeado solo de un puñado de hombres por un par de años”. La carta la encontraron sellada, nunca nadie la leyó.
Sucede que la paz íntima es la que no soporta discursos. El amor que no tiene palabras, que no sabe qué decir ni cómo convencer. Le tiembla la voz como si siempre fuera la primera vez, ¿te acordás? Si en la guerra nunca pudimos dialogar, la paz íntima tampoco puede prometernos las palabras para entendernos y lograr consensos, es apenas el compromiso para no desconocernos ni acabarnos a bala. No se trata de encontrar un discurso de bienvenida preciso para los desmovilizados, sino de escribir la bienvenida juntos. Como vos y yo, que nunca nos pondremos de acuerdo en las palabras justas, sino que seguiremos buscando aquellas en las que mejor quepamos los dos.
En 1945, el soldado Brian Kieth le escribió a un tal Dave, otro soldado al que amó durante la Segunda Guerra: “La dicha cuando nos dijeron que iríamos a casa y la miseria cuando entendimos que no regresaríamos juntos. Los adioses cariñosos en una playa solitaria bajo el terciopelo lleno de estrellas de la noche africana, y las lágrimas que no se detenían cuando me paré sobre el malecón y vi cómo tu convoy desaparecía en el horizonte”.
Al final es reconocer que el otro también ama, también desea y a veces se va. Siempre hay posibilidad de no encontrarnos, de separarnos, y aún así tener que vivir juntos. Porque los que llegan también quieren un país a su modo, una vida propia para vivirla en paz, su modo de labrar la tierra, su modo de habitar la ciudad. Para vivir con ellos las cosas tendrán que salirnos distinto a como creíamos. Porque el otro, como vos y yo, también dicen no, dicen adiós y siguen su camino, así fuera otra cosa lo que habíamos pensado. Pero nos recordamos y sabemos que estamos cerca.
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