Llevamos mucho tiempo repitiéndonos que la paz empieza en casa. Una idea algo odiosa que ha servido para aplazar la tregua con los extraños, con los lejanos, con los desconocidos, siempre en el nombre de una paz que supuestamente debíamos hacer en la intimidad, en las conciencias y con quienes ya de entrada deberíamos amar.
Puede que la paz tenga que ver con ser un buen hijo que respete las reglas de la casa, una buena madre que dé ejemplo, una buena ciudadana que respete las señales de tránsito o un buen vecino que no supere los niveles de ruido. Pero seguro la paz no tiene que ver con aplazar el acercamiento con los que de verdad estamos en una guerra de todos, pública. Pero al final aplazamos y siempre queda la sospecha de que no hicimos ni lo uno ni lo otro.
A lo mejor toca hacerlo en simultáneo y proponer una tregua de la puerta para afuera al tiempo que proponemos otra de la puerta hacia adentro. Así como nos metimos en la cabeza que la paz en las montañas y en el campo no era posible sin hacernos mejores en la casa, hay que convencernos que dejarle de apuntar a los enemigos también nos hace mejores en la casa.
Lo que pasa es en Colombia se nos está adelantando la paz pública. Nos la están proponiendo desde La Habana así no hayamos tendido la cama ni lavado los platos; nos la están firmando así le hayamos hecho trampa al jefe o al profesor. Entonces nos tocó arrancar un poco al contrario, empezarla afuera y terminarla en lo íntimo, en la casa. Al final Timochenko y Santos no se pusieron a esperar si cada uno de nosotros era mejor persona para construir la paz, solo se la están jugando para después proponernos y preguntarnos. Entonces nos cogió la tarde, porque sí deberíamos estar preparando las consciencias al tiempo. Así que mientras en lo público seguimos en acordar, discutir, aprobar, firmar, en la casa deberíamos estar terminando de pulir a la paz. Al tiempo, ninguna antes, ninguna después.
Aunque terminar la guerra en lo íntimo tiene que ver con hacernos mejores personas y reconsiderar actitudes, también debe estar enfocado en preguntarnos cuál ha sido nuestro lugar en ella, qué provecho hemos sacado y qué es lo que no podemos volver a repetir.
Terminar la guerra en la casa es recordar en casa que somos hijos y nietos de un departamento que nació por el fervor de una guerra (la de los Mil Días) y como intento de una tregua; que somos parte de una ciudad que vivió en paz a mediados del siglo XX gracias a una tregua malévola en la que solo los pueblos de Caldas ponían los muertos; que bautizamos a Manizales como el “mejor vividero” cuando más masacres ocurrían en Colombia; que algunos de nuestros padres se quedaron con tierras de otros que salieron espantados por el miedo; que los tíos tuvieron que pagarle vacuna a los armados para que no les hicieran nada; que los primos apoyaron a un grupo que llegó con la falsa promesa de defendernos de las guerrillas para solo terminar controlando lo legal y lo ilegal.
Terminar la guerra en la casa es pensar que asesinaron y secuestraron a nuestros padres y aún no hemos hecho el duelo de perdonar; que tuvimos que llegar a Manizales, o dejarla, porque las amenazas se nos hicieron insoportables; que por miedo ya no pudimos volver a los familiares que se encontraban en los lugares donde sí estaba la guerra; que nos tuvimos que aguantar varios gobernantes que pasaron por encima de nuestros derechos con la disculpa de que nos estaban salvando.
En la calle aprendemos algunas cosas de la paz y en la casa aprendemos otras. En la casa es donde más fácil entregamos sin garantía de que nos devuelvan; donde aprendemos a admirar la diferencia; donde perdonamos casi sin tener que usar palabras; donde reconocemos que no podemos ganarlas todas; donde reconocemos que lo esencial no es la posesión o el control de unos sino la libertad y la autonomía de los otros; donde aceptamos que al final ese otro, esa otra, así sea el más amado, tiene derecho a ser, a renunciar a lo que nosotros quisimos que fuera. Es así, cursi, melcochudo como suena. Es en la intimidad donde nos permitimos la cursilería y la paz pública, la de la calle, la de todos, necesita mucho de lo cursi.
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