La guerra aparece cuando una palabra se divide en dos y cada quien cree que su parte es la correcta. Por ese camino, la paz surge cuando esa palabra dividida vuelve a juntarse y entendemos que todas sus partes caben en ella.
El Acuerdo Final entre el Gobierno y las Farc, que conocimos la semana pasada, es un conjunto de palabras que se juntan y no se dividen. No es un consenso sobre los significados que las palabras tienen, más bien es el acuerdo de que cada uno puede interpretarlas y usarlas sin que a la primera discusión tengamos que volvernos a desintegrar.
De ahora en adelante, si alguien usa la palabra “paz” para hablar del cumplimiento de las normas y del respeto de las instituciones, tendrá que ver que otro usa la misma palabra como cumplimiento de los derechos sociales. Si usa la palabra “Estado” como limitación y orden del pueblo, tendrá que ver que otro la usa como efecto y decisión del pueblo. Si usa las palabras “derechos humanos” como fin, tendrá que ver que otro las usa como principio. Si usa la palabra “desarrollo” para referirse a la eficiencia y la maximización, tendrá que ver que otro la usa como autonomía económica. Si usa la palabra “justicia” como castigo de los victimarios, tendrá que ver que otro la usa como reparación de las víctimas.
En la paz, las palabras demuestran que no hay fin de la disputa pero hay encuentro. Nadie le impone a nadie su interpretación, ninguno se atreve a excluir al otro de la posibilidad de usar las palabras que debería poder usar. Porque si hay imposición o exclusión, si a alguno se le ocurre pensar que una palabra le pertenece, viene el desencuentro por la fuerza o por la violencia.
El 12 de abril de 1996, Gabriel García Márquez dio un discurso ante un auditorio repleto de militares. El mismo creador de José Arcadio Buendía, del coronel que no tenía quien le escribiera, del general en el laberinto, el mismo que reconstruyó entre hipérboles la matanza del ejército contra los obreros de las bananeras, se atrevió a contarles cuál era su desencuentro (y su fascinación) con las fuerzas armadas.
Les dijo: “… nunca he tenido la oportunidad de conversar con más de media docena de militares en cincuenta años, y con muy pocos logré ser espontáneo y desprevenido. La impresión de incertidumbres recíprocas entorpeció siempre nuestros encuentros, nunca pude superar la idea de que las palabras no significaban lo mismo para ellos que para mí, y que a fin de cuentas no teníamos nada de que hablar”. Les habló de ese desencuentro cuando las palabras están partidas y no hay cómo caber todos en ellas.
Sin embargo al final les propuso una tregua: “… sí me siento capaz de enrolarlos a ustedes en las huestes no siempre pacíficas de la literatura. Para empezar quiero dejarles sólo una frase: ‘Creo que las vidas de todos nosotros serían mejores si cada uno de ustedes llevara siempre un libro en su morral’”. Parece el dictado de que mientras los fusiles nos tientan a la imposición de una interpretación de las palabras, los libros enseñan que muchas interpretaciones pueden convivir en ellas.
Ahora bien, el encuentro en las palabras es solo el principio, un estado de paz que va hacia algún lugar. Lo mismo que este Acuerdo Final, que “es un nuevo comienzo” en palabras de Humberto de la Calle. Entre este punto de partida y aquel lugar quedan dos retos: primero, reconocer que no todos tenemos la misma fuerza para usar las palabras y que debemos encontrar la forma para que los más débiles puedan hacerlo; segundo, impedir que a alguien se le ocurra proponer que esas mismas palabras pueden usarse para volvernos a dividir y volvernos a armar.
Cuentan que para llegar a la Constitución de 1991 la palabra mágica en la que todos cupimos fue “paz”. Alrededor de ella, y aún con visiones de futuro tan divergentes, Horacio Serpa, Antonio Navarro y Álvaro Gómez Hurtado terminaron trabajando juntos. Eso sin contar con que el neoliberalismo de Gaviria y el mundo indígena de Muelas también tuvieron su lugar en esa palabra. Quizás los colombianos solo sabemos ponernos a salvo así: de vez en cuando reescribir las palabras mágicas.
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