Como en las escenas bíblicas, el anciano sacerdote Jacques Hamel fue degollado en una pequeña iglesia de provincia por dos jóvenes yihadistas de 19 años, causando conmoción en el país de Descartes y Pascal. Los fanáticos, que habían declarado lealtad hacía poco al Estado Islámico, irrumpieron en plena misa, tomaron rehenes y en una terrorífica escenificación similar a las realizadas por el delirante movimiento en el centro de las ruinas de Palmira, en Siria, procedieron a cortarle la cabeza a un pobre cura de 86 años que no quiso jubilarse y continuaba con sus actividades litúrgicas y de acompañamiento a la población, abogando siempre por la tolerancia y la esperanza.
Este último acto de terror es otro más en la extensa lista de atrocidades cometidas por los islamistas en Francia: matanza de niños en una escuela judía, exterminio de los caricaturistas de Charlie Hebdo y de judíos en un supermercado, matanza en el salón Bataclan y acribillamiento de personas sentadas en las terrazas de los cafés un sábado de noviembre por la noche, aplastamiento cinematográfico de la muchedumbre en el Paseo de los Ingleses de Niza con un pesado camión frigorífico.
Nuevas acciones serán perpetradas porque es imposible controlar totalmente las mentes locas de decenas de miles de individuos conquistados por la causa de Mahoma y las incitaciones a la violencia contra los infieles que figuran en las líneas de El Corán, el libro sagrado de aquella religión. Violencia descrita con palabras que quince siglos después se siguen aplicando: quemar en jaulas, degollar, fusilar, colgar, defenestrar, lapidar, crucificar, aplastar, son apenas algunas de esas prácticas que resurgen con fuerza en pleno siglo XXI y llegan a las calles de las ciudades europeas, que siempre han vivido también y por otras razones en medio de guerras, masacres y exterminios milenarios.
El degollamiento del sacerdote de la iglesia de Saint Etienne de Rouvray es un acto simbólico que ingresa a los altares europeos y frente a él, justo es reconocerlo, todo un pueblo ha reaccionado con serenidad y dolor y por ahora no se vislumbra el surgimiento de pulsiones retaliadoras, como ya ha ocurrido en Alemania con algunos extremistas que incendian y atacan centros de refugiados o lugares de culto islamista.
El objetivo de los poderosos padrinos del sunita Ejército Islámico, que según muchos observadores se alimentaría bajo cuerda de los dineros y las riquezas infinitas de muchos jeques árabes millonarios de Arabia Saudita y otros países aledaños enriquecidos con el oro negro y la corrupción de un sistema infame e intolerante aliado hasta ahora con Occidente, sería llevar a la guerra civil a los países europeos.
El sueño de quienes manipulan esas fuerzas desde cómodas oficinas es que la guerra de religión llegue al continente europeo y que como en los viejos tiempos unos y otros se enfrenten en una escalada interminable de incendios, masacres y persecuciones que recuerdan la matanza de protestantes de la Saint Barthélemy en París, la persecución de los cátaros o el exterminio de judíos, gitanos y opositores por los nazis en el atroz y reciente Holocausto.
La cizaña está sembrada: todos los yihadistas que han actuado en Francia en la última década y que ahora han tomado en sus acciones una velocidad de crucero, son adolescentes y jóvenes menores de origen magrebí o subsahariano, nacidos en su mayoría en Francia y descendientes de familias de inmigrantes de primera o segunda generación.
Todos ellos contaron con la ayuda del generoso sistema social francés, accedieron a la escuela y al sistema de salud y por lo regular vivían en buenas condiciones en apartamentos o casas de propiedad de sus familias o que gozan de alquileres subvencionados. Muchos contaban con trabajos o negocios, como fue el caso de los principales actores de las matanzas de noviembre pasado, originarios de la comuna belga de Molenbeck, o de los hermanos asesinos de Charlie Hebdo y el atacante del supermercado judío en enero de 2015.
La desconfianza es generalizada y la tensión se siente en calles, vestíbulos, ascensores y sitios públicos donde se percibe el odio hacia los otros en las miradas de muchos musulmanes y la aprehensión de muchos blancos franceses hacia esas poblaciones. En muchos lugares ya se escuchan expresiones racistas en comercios o en la calle de parte y parte y todos o casi todos hemos recibido pequeñas agresiones, amenazas con la mirada, murmullos de que “los vamos a degollar”. Proliferan en los lugares públicos muchas jóvenes mujeres musulmanas francesas que se visten con sus burkas y velos negros como una forma de provocación o jóvenes barbudos que con su pilosidad de profetas tratan de parecerse a Osaba bin Laden o al líder del Ejército islámico Al Bagdadi.
Cientos de miles de inmigrantes mediorentales, africanos o magrebíes desplazados por las guerras duermen en las calles en colchones o en carpas debajo de las vías del metro elevado, ayudados por asociaciones humanitarias o cristianas. De día se ve a esa población perdida deambulando o haciendo la siesta en parques o prados. En el metro miles de familias sirias o de otros orígenes piden limosna con sus niños en los brazos.
No hay que darle vuelta al asunto: estamos viviendo momentos históricos impensables hace apenas unos cuantos años. Es la escalada permanente de un problema cuyo punto álgido ya fue el derribo de las Torres gemelas de Nueva York al comienzo de este siglo, que precedió a las guerras de Afganistán e Irak y la posterior desestabilización de todo el Oriente Medio y del orbe musulmán sumido en la matanza serial provocada por miles de kamikazes suicidas.
El asesinato de ese sacerdote fue seguido por una ceremonia en la catedral Notre Dame donde por un momento los políticos, que ya calientan baterías para las elecciones de 2017, se mostraron dignos para no pescar en río revuelto. Líderes gubernamentales, religiosos, políticos, sociales abogan para que la población no entre en el juego deseado por los islamistas de clamar venganza e incendiar las calles. Los más republicanos y lúcidos llaman a conservar la sangre fría y respetar las leyes y la constitución democrática que rige al país para evitar las tentaciones de intolerancia.
Pero el mal está hecho porque los millones de habitantes franceses o inmigrantes de obediencia islamista están anclados aquí y los más razonables de entre ellos, madres y padres agobiados y pacíficos, no saben como detener la deriva de esas decenas de miles jóvenes que un día se radicalizan, se convierten al Islam y deciden convertirse en las bombas de tiempo del Ejército Islámico, cuyos titiriteros poderosos e insondables avanzan en su objetivo de que el mundo se incendie al grito de Ala Akhbar y que la religión y Estado se fundan bajo el treno de los muecines.
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