Nada se parece más a un santo que un poeta, pues desde que se revela esa vocación en la adolescencia, como un misterio inexplicable que nadie entiende, él sabe que con sus versos no obtendrá más que puro olvido y probablemente un poco de lástima de sus contemporáneos.
El poeta, mujer u hombre, ya lo es adolescente en los pupitres del colegio donde vive elevado lejos de las disertaciones matemáticas, las fórmulas químicas o las afirmaciones cívicas o patrióticas de los rectores. Desde muy temprano los compañeros del sujeto infectado por el deseo y la necesidad de escribir poemas lo califican con ese mote de poeta que a la vez lo distingue y lo aísla, lo magnifica y lo rebaja.
Puesto que el mundo es real y hecho para deportistas, militares, comerciantes, ingenieros, electricistas, informáticos, abogados, políticos, periodistas, narcotraficantes, criminales, ladrones, maestros, músicos, actores de telenovela, modelos, agricultores u obreros, el poeta adolescente es de inmediato considerado como una anomalía y su puesto en el mundo es muy incierto.
Incluso en el campo mismo de la literatura el poeta ocupa el campo más absurdo y marginal porque el novelista es de por sí un empresario de sí mismo al practicar un género que es burgués y utilitario por excelencia. El novelista tiene la ilusión a veces un poco ingenua del triunfo material y social, pero que es una ilusión, un espejismo al menos, ya que las editoriales solo publican novelas, consideradas como objetos de posible mercadeo y eventuales ganancias aunque sean mínimas. El poemario, por el contrario, solo dará pérdidas.
El novelista es equiparable al comerciante, al dueño de una tienda de abarrotes, o al propietario de una distribuidora de autopartes. A diferencia de la poesía que es etérea y se encuentra situada fuera del tiempo y el espacio, la novela es algo concreto que requiere de esfuerzos y mucho trabajo.
El novelista estructura su obra como si construyera un puente o un rascacielos, y debe precisar, ajustar, enfrentarse a las inconveniencias del tiempo, a la carencia de algún material o a la falla o el deslizamiento del terreno donde emprende la obra. Debe como comerciante o empresario preocuparse por el cliente y satisfacerlo antes que a sí mismo. Debe ser ameno, claro, contar historias que tengan argumento, intriga y desarrollo. Y como premio a ese esfuerzo escabroso de escribir una novela a lo largo de los años, el narrador ya desde el momento en que alguien le publica el mamotreto es reconocido por la sociedad como un triunfador y un posible ganador de premios y reconocimientos. A lo largo de carreras literarias el novelista es empresario de sí mismo, adulador de editores, buscador de agentes, cercano a los poderes terrenales e inclusive candidato o presidente, como fueron los casos de Rómulo Gallegos o Mario Vargas Llosa, mandatario de Venezuela el primero y candidato frustrado en Perú el segundo.
Mientras el poeta o la poetisa está elevado o alelada, es modesto y por lo regular ejerce cargos menores como maestra, funcionario de ministerios, periodista, profesor, contador, secretaria, ama de casa, bibliotecaria, el novelista es ambicioso y arrollador, una especie de gorila macho alfa en terreno de rivales que debe golpear con el codo para avanzar en la carrera del triunfo, el éxito y la prosperidad y resoplar al obtenerlos. No todos los novelistas logran el éxito terrenal, pero en sus vidas guardan la ilusión de obtenerlo, mientras el poeta desde el inicio sabe muy bien que está perdido.
El poeta adolescente se identifica desde temprano con esas figuras frágiles de la poesía universal, la primera de todas Arthur Rimbaud, el muchacho que escribió El barco ebrio y un puñado de poemas geniales antes de perderse en el fondo de África, por las tierras de Yemen, dedicado en el olvido a tráficos innombrables desde donde regresó enfermo y gangrenado para morir después en Marsella. Otro poeta de esa estirpe es Lautréaumont, quien muere muy joven y deja una obra extraña que solo muchas décadas después sacaron a la luz y reivindicaron los surrealistas.
Verlaine en Francia, Walt Withman en Estados Unidos, Hölderlin y Novalis en Alemania, Rubén Darío, Silva, Herrera y Reissig y Julián del Casal en América Latina, Wislawa Symborska en Polonia, Maruja Vieira, Carmelina Soto y Meira del Mar en Colombia, Mario Luzi o Umberto Saba en Italia, Constantin Kavafis en Grecia, Aurelio Arturo, Rogelio Echevarría, Fernando Charry Lara, Jaime García Maffla, Giovanni Quessep y Jaime Jaramillo Escobar entre los varones de Colombia, Alfonsina Storni, Delmira Agustini, Gabriela Mistral, Ingeborg Bachmann, Marianne Moore, Luisa Futoransky, Alejandra Pizarnik, son ejemplos de esa figura del poeta que vive en otra dimensión por encima del tiempo.
El poeta es un ser admirable en su modestia, su santidad está comprobada y no necesita procesos de canonización porque su sola existencia y sobrevivencia en un mundo de contemporáneos ambiciosos y guerreros es la prueba increíble de su vigencia. Siempre he admirado esa frase de Joë Bousquet, el poeta paralítico de Carcassonne, citada tantas veces por Álvaro Mutis y según la cual el poema es la “expresión de lo que nosotros somos sin saberlo”, a la que se agrega otra del guatemalteco Luis Cardoza y Aragón: “la poesía es la única prueba de la existencia del hombre”.
Porque el poeta adolescente ya sabe buscar ese extraño trance donde a través de capas geológicas, intersticios profundos, sustancias de una liquidez diamantina brotan en la superficie para crear el riachuelo donde florece una vegetación inesperada donde viven los más maravillosos colibríes y las más espejeantes libélulas, creando de repente un edén, un oasis real e imaginario que solo el poeta produce sin saber como y poseído por el asombro.
Entender la función del poeta, ser extraño que ha escogido el olvido, la soledad y a veces la pobreza, mientras los demás corren avorazados, nos ayuda a comprender que ellos son tan necesarios como los filósofos o los sadúes de la India, que yacen haciendo la flor de loto en la floresta, con las manos abiertas en busca de un rayo de sol y para quienes lo más importante es respirar a fondo ante el precipicio.
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