Con motivo de la entrega este viernes de los galardones de la Organización de Periodistas Iberoamericanos (OPI) a personalidades de diversos sectores de la política, la comunicación y la cultura, regresé a la sede de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) en París para participar en la fiesta celebrada en el restaurante Gourmet, en las alturas del enorme edificio en forma de Y griega de la Plaza Fontenoy. Esta construcción fue inaugurada en 1958, cuando comenzaban años de prosperidad en Europa y es representativa de la arquitectura moderna, unos de cuyos más conocidos gestores fueron el francés Charles Le Corbussier y el brasileño Óscar Niemeyer, entre otros artistas cuyos edificios estuvieron de moda durante mucho tiempo y que ahora, después de siete décadas, aun nos impresionan por sus aires de modernidad, como si saliesen de una película de ciencia ficción.
Los planos del extraño edificio, nos dice la propia organización, fueron preparados por Marcel Breuer (Estados Unidos), Pier Luigi Nervi (Italia) y Bernard Zehrfuss (Francia) y aprobados por un comité internacional compuesto por Lucio Costa (Brasil), Walter Gropius (Estados Unidos), Charles Le Corbusier (Francia), Sven Markelius (Suecia) y Ernesto Rogers (Italia), y obras de grandes artistas del momento como Picasso, Miró y Tápies se pueden cruzar por los amplios corredores y espacios a veces desolados del gigantesco ámbito. Eran tiempos de esperanza después de la II guerra mundial caracterizados por el pujante progreso del mundo, a un lado y otro de la Cortina de hierro, antes de la guerra de Vietnam.
Mientras sonaba ya la música ambiental que amenizaba la recepción de la OPI, se veía sobre París un bello crepúsculo otoñal de colores fucsia, naranja y rosa, que potenciaba la visión de los monumentos más emblemáticos de la ciudad, empezando por la gran torre eiffeliana situada al lado como una armadura futurista que cintillea por las noches y la áurea cúpula de los Inválidos, donde está enterrado Napoleón. Como el edificio está en medio del amplio espacio que el gobierno otorgó entonces a la Unesco para cumplir desde entonces la función de protectora de la cultura, la educación y las ciencias mundiales, el visitante se siente en una especie de una ya muy usada nave espacial que recorre los espacios siderales, en una escenografía digna de la película 2001 Odisea del espacio.
Durante la semana el edificio está lleno de gente que va y viene, funcionarios de todo el orbe y visitantes sin fin que cruzan tímidos por los lugares de control, reforzados ahora que el mundo vive en medio de una nueva ola de guerras religiosas que aumentan el delirio de los fanáticos y los iluminados sangrientos. Aparte de trabajadores permanentes, traductores, asesores, guardianes y encargados de la limpieza y el mantenimiento, la sede de la Unesco recibe a diplomáticos temporales de todas las coordenadas del mundo que después de sus respectivas misiones aleatorias se van a sus países y nunca más vuelven.
Muchos de esos enviados son sin duda personas de mérito, pero también bastantes son nombrados según los avatares de las políticas nacionales y están allí para hacer turismo en la bella capital mientras les duran los padrinos, los familiares en el poder o la venia de dictadores, hombres fuertes y presidentes de todas las tendencias que les otorgan la maravillosa canonjía de vivir en París a costa del erario publico respectivo. Africanos, asiáticos, magrebíes, europeos, latinoamericanos, norteamericanos, árabes, australianos, nórdicos, muchos de ellos ataviados según sus costumbres, se cruzan día a día en los ascensores y en los corredores interminables donde se escuchan todas las lenguas como en la Torre de Babel. Y la multitud aumenta cuando se llevan a cabo las reuniones generales y las cumbres temáticas.
En una ciudad caracterizada por los espacios tan estrechos y donde cada metro cuadrado cuesta una fortuna, sorprende caminar por estas estancias de cemento de la Unesco donde se escuchan los pasos y los fantasmas de los pasos de los centenares de miles de empleados y visitantes efímeros que cruzan por ahí, uno de los cuales, no olvidemos, fue el gran narrador cronopio Julio Cortázar. Por eso pienso en la edificcación como si fuera una enorme nave espacial interplanetaria que deriva desde hace siete décadas por el cosmos, llena de seres reunidos allí en una especie de Arca de Noé sideral. Seres humanos que piensan, reflexionan, filosofan, cantan, escribe, pintan, y aman o recuerdan haber amado.
Los viernes por la tarde la edificación es abandonada por los burócratas que huyen y se fugan de París por el fin de semana y el edificio entra en una extraña soledad de hielo. Gran templo de la burocracia internacional, la construcción de la Unesco se encuentra entonces por fin sola y deja proyectar en sus muros la película de todas esas vidas cruzadas, el sonido, el treno incesante de esas voces de mujeres y hombres, a los que nos unimos este viernes los que vinimos a la fiesta. En sus espacios vacíos arde el rastro de los amantes, el sueño de los ambiciosos, la derrota de los caídos o abandonados.
El edificio guarda sin duda muchos secretos en silencio. La soledad de los embajadores y los pequeños funcionarios, la vanidad de los enviados, el dolor provocado por las intrigas y los defenestramientos políticos.
Los amores soñados y los frustrados. ¿Cuántos embajadores habrán llorado al saber que deben regresar a sus países porque ha cambiado el régimen o han caído en desgracia? ¿Cuántas extraordinarias historias de amor y desamor se habrán fraguado en estos laberintos de cemento? ¿Qué harán ahora aquellos que estuvieron aquí y jamás volvieron? ¿Será posible escribir un catálogo inagotable de los ignorantes enciclopédicos y médiocres de antología que habrán usurpado alguna vez las funciones de personas de mérito?
La Unesco ha pasado por graves crisis cuando algunos países poderosos como Estados Unidos y ciertos aliados se han retirado y cortado el chorro de sus subvenciones porque no están de acuerdo con las decisiones tomadas o con el poder creciente de sectores del planeta que en un momento dado se han ido por una senda política para ellos equivocada. La institución fue fundada después de la terrible guerra mundial y el holocausto provocado por el delirio nazi. Ha superado la guerra fría y al mismo tiempo vivido momentos de gloria inolvidables, pero la grave tormenta por la que atraviesa el mundo proyecta sombras sobre su tarea laica, libre e ilustrada, como si la nave espacial estuviera ahora cruzando por una zona galáctica llena de vientos nefastos, obstáculos casi insalvables y enormes meteoros y planetas locos y delirantes que vuelan encendidos y sin brújula y la amenazan con la destrucción.
Todas esas reflexiones apocalípticas me asaltaron de repente al salir media hora a observar la última línea del crepúsculo desde los solitarios corredores del ultimo piso. Pero la fiesta estaba en su apogeo, se estaban entregando los galardones, la música sonaba, el vino provocaba sus benéficos efectos y debía regresar a encontrarme con los amigos en las mesas llenas e iluminadas por el calor fraterno de los escribidores, mientras la torre de siempre, la de Eiffel, brillaba con sus mil estrellas y parecía estar dispuesta a despegar como una nave cautiva del relámpago hacia el espacio infinito.
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