Vivir por casi medio siglo a la sombra tutelar de su padre Ramón Ospina Marulanda, el número uno de la narración taurina, le sirvió a Carlos Alberto Ospina Macías el penúltimo de los ocho hijos de la camada - para adquirir todos los conocimientos y secretos alrededor de la fiesta brava y convertirse a la postre en el guardián de la heredad.
Periodista egresado de la Universidad Pontificia Bolivariana, la misma que doctoró en derecho y ciencias políticas, en el siglo pasado, al expresidente Belisario Betancur Cuartas y al exministro y fecundo escritor Otto Morales Benítez, el hijo de “El Insobornable”, que en gloria esté, mantiene encendida la llama de la afición en emisoras de su natal Medellín.
Carlos Alberto empezó a contraer el virus taurino a los 5 años, cuando aún vestía de pantalón cortico y prefería jugar a las corridas de toros que a los carritos y trencitos. Su ilustre padre lo llevó primero a una tienta en la ganadería de reses de lidia del médico manizaleño Ernesto Gutiérrez Arango, cerca al Nevado del Ruiz, y luego a una corrida de verdad-verdad en la plaza La Macarena. Después de estar en la tienta, el parvulito quedó pringado para siempre por el arte de Cúchares, así como el resto de los integrantes de la taurinísima Casa Ospina que tiene sus querencias en el Barrio Conquistadores, de la Bella Villa.
Del matrimonio de don Ramón, ¡alma bendita!, con doña Eufemia Macías Monsalve, hermana de la torera Blanca Inés Macías, conocida como “Rosarito de Colombia”, figura del toreo femenino a pie y a caballo, nacieron en su orden cinco mujeres, a saber: Miryam, María Eugenia, Yolanda, Martha Lucía y Luz Marina, y tres varones: Juan Ramón, Carlos Alberto y Sergio Iván. La madre, de 81 años, nacida en San Jerónimo (Antioquia) se casó con el eximio cronista de los toros cuando ella tenía 15 años.
La casta torera ospinista comenzó a avizorarse cuando el joven Ramón (nacido en Versalles, corregimiento de Santa Bárbara, en 1928) participaba en novilladas programadas en pueblos paisas con encierros no aptos para la lidia sino para ser llevados a los mataderos municipales cuyos cierres deberían exigir de por vida, junto con los restaurantes de aquí, allá y acullá, los enemigos de las corridas de toros y de las fiestas en corraleja que están en mora de extender su accionar en favor de la población porcina para que no se maten más marranos en las parrandas de Navidad y año nuevo y se prohíba terminantemente (por razones humanitarias) la preparación, venta y consumo de la lechona tolimense, máxime cuando el animal es objeto de burla al ponérsele una manzana en su trompa u hocico.
En una segunda entrega del Contraplano ofreceremos un ejercicio sobre el rol que asumiría, de estar vivo, el gran don Ramón, frente al debate que apunta a propinarle una estocada mortal a la fiesta brava y a hacer que rueden sin puntilla, en la arena, ferias sexagenarias tan postineras como las de Manizales del alma y de Cali bella.
La apostilla: Los aficionados capitalinos de hueso colorado no se explican por qué razón el entonces alcalde de Bogotá, Gustavo Petro, al acabar con las corridas de toros en la Monumental Plaza de la Santamaría, no decretó el encarcelamiento del propietario del famoso restaurante “Andrés, carne de res”, por sus permanentes “crímenes” contra el ganado vacuno.
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