Flaco favor hace la Alcaldía de Chinchiná Caldas a la credibilidad en su gobierno y en la de todos los gobiernos de este país, cuando coloca una furgoneta para vigilar que los vehículos que transitan por un sector de su territorio no excedan el límite de velocidad dictado arbitrariamente por su Oficina de Tránsito, para que mediante el “asalto” flagrante a la ciudadanía pueda recaudar sumas importantes de dinero, que luego dividirá con una compañía comercial con la cual han acordado lucrarse de la truculenta iniciativa.
Es insólito, por decir lo menos, que un concesionario del Estado, Autopistas del Café en este caso, tenga que repartir volantes de “precaución” en los peajes y apostar funcionarios en las inmediaciones de la furgoneta ocupada en la caza de “infractores”, para alertar a la ciudadanía de que el Estado lo puede “timar” un poco más adelante y que ellos como administradores de la vía no son responsables de lo que está sucediendo.
En el sector al que nos referimos no existen ni establecimientos educativos con niños en peligro, ni ancianos necesitados de cruzar la vía, ni viviendas que ameriten una reducción drástica de la velocidad; es más, se trata de una vía rápida de carácter nacional que requiere fluidez, para eso fue construida.
El nuevo alcalde de la ciudad dice no estar de acuerdo con la “papa caliente” que le tocó en suerte. Explica que existe un contrato entre las partes y advierte que en caso de suspender las fotomultas, el municipio por incumplimiento entraría en la ilegalidad debiendo pagar él también una cuantiosa multa. Bastaría con dañarles el negocio como trata de hacerlo Autopistas del Café y dar el contrato por terminado de común acuerdo, pienso yo.
Como si los problemas de corrupción y clientelismo no fuesen suficientes, estoy convencido que se trata de una “novedosa” manera de atropellar a los contribuyentes, con actuaciones harto dañinas a la dispendiosa tarea de construir credibilidad institucional, que como diría el arquitecto Sergio Trujillo Jaramillo es la “contraparte necesaria para consolidar una ciudadanía proactiva, solidaria y genuinamente consciente de sus derechos y obligaciones”.
Con todo respeto, pero también, con la seguridad que otorga la evidencia, me permito expresar la más airada indignación por la burda manera de obtener recursos económicos, incluso los que fueren destinados a la cosa pública, por la manera irresponsable como desde el poder se fomenta en la población, aquello del “atajo” y la “leguleyada” y sobre todo por la ausencia del más mínimo sentido de lo público.
La construcción de ciudadanía en un país como el nuestro nace de la interrelación entre la transparencia y seriedad de quienes son elegidos para gobernar y la participación entusiasta de la población en empresas que les son comunes. Viene a colación la historia de Antanas Mokus cuando como alcalde de Bogotá solicitó a la ciudadanía aportar un diez por ciento más de los impuestos que por ley debería pagar al distrito capital, a fin de que su destinación contribuyera al logro de proyectos de interés común. El recaudo fue enorme, muchísimo más allá de lo esperado, sobre todo en los estratos tres y cuatro de la sociedad. Había una sólida credibilidad en el gobierno distrital, la misma que los nietos de Gurropin, como se apodaba al General, echaron por la borda en menos de lo que canta un gallo.
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