Adoro las palabras por escrito porque no se las lleva el viento, y lo salvan a uno, o lo condenan. En este caso me salvaron a mí, mas no a ella.
Los afiches eran parte de la campaña de convocatoria a ocho foros que se realizarían en el Congreso de la República con el apoyo de la Universidad Nacional y el objetivo de arreglar el país. Todo estaba previsto, incluso que el país siguiera empeorando después de los foros, aunque grandes pensadores internacionales vendrían hasta acá a compartirnos sus ideas, reconocidos políticos nacionales expondrían sus teorías y sabios profesores nos darían cátedra sobre varios temas. Como consecuencia, todo seguiría igual, pero había que llenar de gente el auditorio, porque el éxito de un foro radica en que haya público y no en los expositores.
Y a mí me correspondía llenarlo. Lo bueno era que teníamos asegurados los lagartos que merodean el Congreso, más los que acompañan a los políticos y además la entrada era gratis y repartíamos refrigerio, que aseguraba también uno que otro hambriento. Pero no era suficiente.
Contratamos un call center que recibiría las llamadas para dar más información y confirmar la asistencia de los honorables invitados a los foros y al lanzamiento. Ella, la encargada por parte de esta empresa, me confirmó que ya teníamos la línea que esperábamos con urgencia y me dio el número, para que yo lo apuntara. Yo, la coordinadora general de los foros de la Nacional, le dije que me lo mandara por correo. Apenas me llegó por escrito se lo mandé al diseñador para que lo incluyera en el diseño de los afiches, y al Congreso para que lo pusieran en las invitaciones. De inmediato se mandaron muchas de éstas a la base de datos: personajes importantes, senadores, representantes, militares de alto rango. Las niñas del call center estaban prestas a atender sus llamadas.
Por fin salieron impresos los afiches y para no perder tiempo me fui en taxi a recogerlos. Los revisé, todo perfecto y arranqué a llevarlos al Congreso. A mitad de camino me llama la señora de la oficina de prensa. Oye, me dice, es que algunos de los invitados se han comunicado con nosotros porque tratan de confirmar al teléfono de la invitación y dizque contesta una mujer que grita que la dejen dormir y les nombra la madre. No puede ser, le digo, si el teléfono de la invitación es el mismo que está en estos afiches que te estoy llevando y es el que me dio ella, la del call center.
Cuelgo temblando, reconfirmo el número que me mandó ella por correo, el mismo, llamo, y me contesta una vieja que antes de que yo hablara, entre alaridos histéricos me menta la madre y me manda a la m…
Mierda en la que se convirtieron esos arrumes de papel con el teléfono equivocado. Me dio tanto pesar con ella, la que me dio el número, que la llamé a darle la noticia muy suavemente. Le cobrarían los afiches, eso era seguro, alguien tendría que pagarlos y ella, ni trabajando por años lo lograría. Empecé a marearme y sentí el impulso de saltar del taxi y dejar los afiches ahí. Luego pensé vomitarme encima pero no pude. Volví a llamar. Contestó de nuevo la señora que entre insultos suplicaba que la dejen dormir. Eran las 2 pm.
Ella, la que iban a echar después de que pagara los afiches, me pidió que nos viéramos en mi casa, para que su jefe no se enterara. Llegó como a las 6 pm. A las 7 pm ya teníamos un plan y nos atrevimos a llamar a despertar a la fiera. Contestó, más descansadita, le explicamos el problema y le ofrecimos comprarle la línea. Noooo, yo soy trabajadora sexual y este es el número que tienen todos mis clientes, dijo ofuscada, y yo trabajo de noche y duermo de día y con esta llamadera me van a enloquecer y los voy a demandar porque yo también tengo amigos senadores… Colgamos, y ella, en medio del llanto, me decía que irse a otro país le saldría más barato que pagar los afiches y que igual se iba a quedar sin puesto.
Teníamos que pensar en algo, pues un numerito no podía acabar con su vida. Resolvimos llamarla y le pedimos su dirección para mandar a cortar la línea. Compramos una botella de whisky y nos fuimos para allá.
Abrió la puerta empingorotada, como quien va de salida. Le dijimos que traíamos traguito para que habláramos sin insultos y nos dejó entrar. Corazones rojos de peluche, cobijas de cebra, lámparas con trapos colgados para atenuar la luz, un ambiente acogedor, no hay que negarlo. Pero la niña, o joven, o señorita esa no cedía. Al finalizar la botella quedamos en que al otro día le llevaríamos un millón de pesos, de ella. Madrugamos a llevárselo, y esta vez no se quejó por despertarla, aunque salió, por supuesto, bastante descompuesta; es que cuando nos fuimos ya estaba doblada y apenas su noche comenzaba. Le entregamos el millón y nos firmó la carta cediendo la línea. Todo esto mientras el teléfono sonaba y todas lo mirábamos furiosas con ese dolor de cabeza.
Listo, por fin todo bien, no sé cómo hizo ella, pero a las pocas horas la línea era contestada por nuestras profesionales y la bochornosa situación pareció arreglarse, para el público, para el Congreso, para nosotros y para aquella. Más no para ella: desde aquel día, todos los días, a las 3 pm, llega aquella a su oficina. Borracha, le exige cincuenta mil pesos para no armarle un escándalo y contarle a su jefe. Me dice ella, que aún considera irse a otra ciudad. A otro país ya no puede, pues se quedó sin ahorros.
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