Avanzan las interminables conversaciones en La Habana en torno a la paz. La paz que sería un bien supremo de un pueblo, que lo diferenciaría de todos los que acolitan la violencia, merece todos los esfuerzos, puede que todos los perdones, pero jamás caer en el olvido.
La paz tan anhelada y tan esquiva en Colombia, dicen que pronto llegará para quedarse. Eso sería un acontecimiento que de ser real llegaría para buena fortuna de nuestro sufrido pueblo colombiano. Pero esa promesa tiene mucho de sofistería y no poco de engaño. No puede construirse la paz sobre los escombros que han dejado en lo físico y en lo humano los terroristas que hicieron de la guerra el más lucrativo de todos los negocios.
Claro que casi todos queremos la paz. ¿A cuál insensato le parecería bueno que la paz sea borrada como un propósito nacional? A los que viven del rentable negocio de la barbarie, del terrorismo, del narcotráfico como conexo, del secuestro, de la muerte de miles de colombianos, que han perdido su vida en esta guerra fratricida que nos convirtió en país paria. La paz entonces quede claro es un anhelo que la mayoría de colombianos queremos.
¿Pero puede hablarse de conseguir la paz, sin importar el precio que haya que pagar por ella? ¡No! La paz verdadera solo puede ser el resultado del perdón, pero no puede acompañarse del olvido. Produce náusea, escuchar a los que negocian la paz, hablando con cinismo sobre sus actos terroristas, sin el menor asomo de culpa, sin la menor seña de vergüenza, sin el menor signo de arrepentimiento, sin la más mínima intención de reparar a las víctimas.
Hay que perdonar a los guerrilleros rasos, los que cumplen encomiendas de jefes sin tripas, en un país en el que fueron reclutados, ya, porque no tenían otra forma de ganarse la vida, ya, porque fueron reclutados a la fuerza, arrancándolos de sus familias y obligándolos a pertenecer a un grupo que no hizo revolución, aunque se proclame revolucionario; que fue armado, como solo se arman los grandes ejércitos o los grandes capos, para el cruel oficio de matar a diestra y siniestra a quienes se opusieran a sus supuestos postulados, a quienes se atravesaran en el camino de regiones que les eran estratégicas como corredores de movilidad. O de los que ocupaban regiones en las que explotarían las reservas naturales, volviendo miseria el suelo, dañando la tierra, derramando el petróleo, contaminado los ríos, y sembrando el país de minas, no de oro, sino quiebra-patas, con las que mutilaron a miles de colombianos, cuando no los volvieron añicos y les quitaron la vida.
¿Cómo puede ser perdonable volar la cabeza de una mujer a la que le colocan un collar bomba para demostrar en vivo y en directo con transmisión televisiva, que estaban dispuestos a todo, con tal de sembrar el terror? Cómo puede ser perdonado que con meticuloso cálculo incineraran un camión cargado de soldados, para demostrar los insondables fondos de la crueldad humana, acto demencial y calculado en el que dejaron soldados calcinados en emboscada que no representaba acto alguno de guerra, solo terrorismo barato, pero profundamente intimidador?
¿Cómo puede ser perdonable secuestrar a cientos de colombianos y soldados, para mantenerlos enjaulados, en un cautiverio que era infrahumano, cínico y cruel, ese que causaba profunda repulsión cuando lo hacían público? Y lo hacían público, porque el terrorismo se nutre del miedo que produce la visualización de la crueldad, produciendo un pánico colectivo, al que se reacciona con negación, haciendo de cuenta que eso no pasó, porque hacerlo consiente produciría profundo sufrimiento. Y eso lo hacían con una crueldad sin límite, como si fuera una gran virtud.
Perdón sí, olvido no. Y penas para los actores de esa violencia fratricida que causaron masacre, para los que dirigían los comandos de muerte, para los que arrinconaban y destruían pueblos enteros, para los que asesinaban sin contemplación a los colombianos que cayeron inermes, bajo el imperio de su terrorismo sin límite.
¡Perdón sí. Olvido no! Porque olvidar, sería borrar de nuestra historia, la realidad aciaga, macabra y cruel, a la que sometieron nuestra Patria, esos grupos de insensatos, escondidos detrás de siglas que proclamaban una revolución que no reivindicaba los derechos de alguien.
La paz es posible, con perdón, es imposible con olvido y es inane sin reparación. “Debemos arrojar a los océanos del tiempo una botella de náufragos siderales, para que el universo sepa de nosotros, lo que no han de contar las cucarachas que nos sobrevivirán: que aquí existió un mundo donde prevaleció el sufrimiento y la injusticia, pero donde conocimos al amor y donde fuimos capaces de imaginar la felicidad” Gabo.
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