Parecen no estar cansados con una violencia que por llevar décadas, se volvió cotidiana. Con una cotidianidad que la convirtió en costumbre; con una costumbre que se volvió rutinaria, esa rutina que a muchos les parece un agregado inevitable en nuestro día a día. Esa horrible rutina que para bastantes es un modo de vida, una fuente inagotable de recursos. Recursos con sabor a desplazado, a naftalina, a muerte, a venganza. El lucrativo negocio de la guerra fratricida, que empobrece a muchos. El mismo que enriquece a otros. Pero no es así. La violencia, cualquiera sea su origen, no importa cual su destino, es una vergüenza para una sociedad civilizada. Vivimos todavía en el paleolítico político, no nos duele seguir viviendo en el medioevo social. Hacemos una alegoría diaria a la danza impune de una guadaña que acaba con la vida y rompe de un tajo la esperanza.
Muchos insensatos insisten en la necesidad de continuar la guerra fratricida a cuya sombra se han levantado muchas generaciones en Colombia, como si estuviésemos obligados a verla como parte normal de nuestra institucionalidad. Pero no es así. La guerra siempre ha sido perdida por todos. La pierden los perdedores y la pierden también los muy publicitados ganadores.
La pierden los violentos y la pierden los ciudadanos que no están en el conflicto. La pierde el General que desde su mapa de estratega dirige la batalla sin arriesgar su pellejo, poniendo como carne de cañón, a jóvenes que no tienen otro porvenir distinto al de la violencia; pero también la pierde el jefe de la banda de violentos que desde la marginalidad, viven de ella, ese que le hace una alegoría diaria a la peor de sus formas, la masacre, el ajusticiamiento, el desplazamiento, la mutilación.
Tenemos violentos que atacan la institucionalidad, para quienes la violencia es un modo de vida, una actividad lucrativa. También tenemos violentos de la institucionalidad a quienes beneficia ese permanente estado de conflicto, porque ese es su modo de subsistencia. Pero como si fuese poco, tenemos una ola de seguidores de la violencia que la aplauden a rabiar. Hablo de esos que en palabras, discusiones, artículos, panfletos y otros quetales, la ven como una necesidad, una necesidad de aquellos que van a buscar ganancias, con los ojos vendados, como en las fiestas donde hay piñatas, para poder a tontas y a locas, romper la vasija. Esos hacen de la violencia un festín. Creo que les conviene, porque les es rentable, o porque tienen la irracionalidad de los fanáticos. Fanáticos disparatados que nos tienen en una situación sin salida. Tenemos la violencia de los que viven al margen de la ley, para quienes la criminalidad no significa nada malo, esos para los que la conquista de sus indefinidos y evidentemente mentirosos fines, justifican la emboscada, el ataque aleve, el estallido de la bomba que vuelve trizas un cuerpo, cercena vidas, amputa miembros, deja heridos del cuerpo y del alma, nos llena de lisiados sin oportunidades, con la vida destrozada, cuando no mutilada, en un momento de explosión de sus minas antipersona, de esos improvisados pero letales tanques de gas, con los que dejan muerte al por mayor y al detal, destruyendo de paso poblaciones enteras, que asustadas, con pánico, salen con lo que pueden al hombro para agregarse al horroroso, olvidado e inhumano mundo de los desplazados. Personas con un presente lleno de incertidumbre y miedo, a las que les arrebatan la posibilidad de tener un futuro, en la ráfaga de proyectiles que
solo destruyen seres humanos. Lo habían dicho bien en Violencia, maldita violencia: "Oigo el llanto que atraviesa el espacio para llegar a Dios...es el llanto de los niños que sufren y lloran de terror. Es el llanto de las madres que tiemblan con desesperación... es el llanto, es el llanto de Dios. Violencia, maldita violencia... porque te empeñas en teñir de sangre la tierra de Dios, porque no dejas que en campo nazca nueva floración. Violencia, porque no permites que reine la paz, que reine el amor, que puedan los niños dormir en sus cunas sonriendo de amor. Violencia, porque no permites que reine la paz. Oigo un llanto que atraviesa el espacio para llegar a Dios... es el llanto de los niños que sufren y lloran de terror. Es el llanto de las madres que tiemblan con desesperación... es el llanto, es el llanto de Dios. Violencia, maldita violencia...porque te empeñas en teñir de sangre la tierra de Dios porque no dejas que en campo nazca nueva floración. Violencia, porque no permites que reine la paz, que reine el amor, que puedan los niños dormir en sus cunas sonriendo de amor. Violencia, porque no permites que reine la paz".
Pero la violencia que hace tanto daño, tiene muchos mecenas y no pocos seguidores. Los hay en todos los estratos sociales; en la sociedad civil y en el poder público. Los violentos han demostrado que con el miedo, pueden manejar un país como les venga en gana. El miedo paraliza a las personas no violentas, porque el violento no tiene limites. El violento mata o manda matar, lo mismo da, es cruel; casi siempre es un débil mental, un tonto resentido y gago, que utiliza la fuerza para dominar a los no violentos. Ellos saben que quedan siempre impunes, por omisión o por acción, porque siempre encuentran quien los encubra, tienen las coartadas perfectas para engañar a la gente y burlar la justicia, eso sin contar las no pocas veces en que los que administran justicia, solapadamente se convierten en sus idiotas útiles, sus cómplices pasivos, los guardaespaldas de una violencia muy activa.
En este país descuadernado y mal escrito, con politiqueros baratos y negociantes caros de lo público, tenemos que enfrentarlos, porque el cotidiano violeto que vivimos, no puede seguir siendo la fuente, con la que llenan las cajas de caudales los injustos. Colombia merece mejor suerte.
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