El caricaturista catalán Jaume Perich dijo que un fanático "es un individuo que tiene tazón aunque no tenga razón", por lo que este espacio carecerá de razón alguna. Y Diderot señalaba que el fanático es alguien que corre a buscar la muerte, y tiene razón. Si no, ¿cómo explicar que alguien que le teme a las multitudes y sufre de vértigo en medio de una -como yo- se meta solo a una masa de 45 mil personas?
La presentación de los Rolling Stones del pasado jueves en Bogotá fue para muchos el concierto de su vida. Tanto para personas de 60 o más años, hasta de preadolescentes que fueron acompañados de sus padres y abuelos. Porque eso es lo que abarca esta agrupación británica que lleva 54 años haciendo música: tres generaciones.
Pero, ¿por dónde empezar este relato de un fanático? Todo lo que rodeó el evento me traía recuerdos e historias de los Stones. Por ejemplo, la tormenta eléctrica previa al concierto me trajo los versos de Gimme Shelter. Y el tumulto que se armó a la entrada norte del estadio El Campín, y que terminó con intercambio de golpes entre colados, ciudadanos que hicieron la cola y gente de logística, ante la mirada atónita de unos policías que no sabían a quién agarrar y sacar, me recordó el trágico hecho de Altamont de 1969.
En diciembre de ese año, los Rolling Stones quisieron dar un concierto gratuito en el Altamont Speedway de California, y contrataron a la pandilla de los Hells Angels para que se encargaran de la logística y la seguridad, a cambio de cerveza y poco dinero. Hay que recordar que ese año se realizó el Festival de Woodstock, donde unas 400 mil personas convivieron durante tres días de paz, amor y rocanrol, por lo que se esperaba que Altamont fuera similar. Pero son los Stones, son sus Satánicas Majestades, y su concierto terminó con un homicidio a manos de la "seguridad", y tres muertes más relacionadas con el evento. Su presentación puso fin a la era del "peace and love".
Desde entonces, la banda londinense formada en 1962 se pelea con los eventos gratuitos, y cobran duro. Muy duro. Lo dijeron en 1969, cuando pasaron brevemente por Colombia y no salieron del aeropuerto ElDorado, pero alcanzaron a ser entrevistados. El periódico El Tiempo registró unas palabras que casi se vuelven proféticas: "no nos pagan lo que exigimos para actuar en Latinoamérica". Finalmente vinieron, pero para ello unas 12 mil personas pagaron poco más de un millón de pesos para estar de pie, amontonados y a la intemperie con tal de estar cerca a estas leyendas. El resto pagó mucho más del salario mínimo colombiano para verlos en pantallas gigantes, pero escucharlos en vivo. Eso sí, hubo desquite, una vendedora informal del Centro de Bogotá le cobró a Jagger $10.500 por una oblea.
Y con cada canción seguían los recuerdos. Brown sugar, Dead flowers, Start me up, Tumblig dice y la deliciosa versión de Miss you. Pero la que más me gustó fue Sympathy for the devil, en la que Jagger salió ataviado con una capa de peluche, rodeado de iconografía asociada con el satanismo y jugando a ser el mismísimo diablo. Tal vez lo es. Solo el demonio podría, a los 72 años, tener la vitalidad de cualquier ídolo adolescente pop. Ya quisieran muchos a su edad moverse como él, bailar como él, y abrazar a su corista como lo hace él.
O Ronnie Wood, de 68 años, pero parece un adolescente al lado de sus compañeros por el carisma y entrega en escena. O Keith Richards, con sus dedos que se asemejan a torcidas ramas de árbol debido a la artrosis, pero ahí sigue, con menos destreza pero más maestría. Su voz desgarrada por años de excesos, pero apropiada para esos blues que entonó (You got the silver y Before they make me run).
Mención especial merece el baterista, Charlie Watts, el más viejo del grupo con 74 años. No te dará más, pero nunca te dará menos. Es una máquina de ritmo que mide su consumo de energía. Es un ídolo que no teme mostrar su humanidad: le ayudan a levantarse de su silla, se mueve lento por el escenario y en el bolsillo de su abrigo guarda un pañuelo desechable para limpiarse la nariz, sin importar que las cámaras lo proyectan en tres inmensas pantallas a un estadio lleno. Verlo ahí, de pie, es como ver al último de los dinosaurios: hermoso y a punto de extinguirse.
Ver a los Rolling Stones en vivo, más que en un concierto de rock, se ha convertido en una carrera contra el tiempo. Los fanáticos nos preguntamos si será su última gira, y cuánto les queda de vida. Lo dijo con claridad Keith Richards durante el recital: "Estoy feliz de estar en Colombia". Pero entonces hace una pausa, reflexiona, y aclara: "Estoy feliz de estar".
Y los fanáticos estamos felices de haber estado.
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