Malcolm Brown captó en 1963 una de las imágenes más impactantes del fotoperiodismo: el de la inmolación del monje vietnamita Thic Quand Duc que se inmola en medio de una concurrida calle de la antigua Saigón. Está sentado y envuelto en llamas, luego de que otro monje lo bañó en gasolina y lo encendió. "Homenaje a Buda", fueron las últimas palabras de este monje de 70 años, cuyo perfil se ve sereno en medio del fuego.
En 1969 el estadounidense Eddie Adams ganó el premio Pulitzer a Mejor fotografía por captar el momento en que el general vietnamita Nguyen Ngoc Loan ejecuta de un disparo en la sien al capitán del viet cong, Nguyen Van Lem. El gesto del ajusticiado en plena calle -también de Saigón- está grabada en la retina de quienes la hemos visto.
O las de las pilas de judíos muertos en los campos de exterminio nazi durante la Segunda Guerra Mundial.
Fotos duras. Sin embargo, se dejan ver. O sea, no fastidian al ojo y al estómago de quien las observa. Tal vez por las distancias del tiempo y geográficas se hacen más digeribles. Pero de todas esas imágenes históricas de guerras y tragedias, hay una que no soporto ver: la de Omaira Sánchez.
La tomó el fotógrafo francés Frank Fournier el 16 de noviembre de 1985, tres días después de que una avalancha de lodo y piedra ardiente, producida por una erupción y deshielo en el Volcán Nevado del Ruiz, acabó con la población tolimense de Armero. La primera en reproducirla fue Paris Match, pero ya es la imagen símbolo de esa tragedia.
No la puedo ver. Esos ojos negros mirando a la cámara y uno impotente. "Al tomar su fotografía me sentí sin poder alguno de ayudarla. Ella enfrentaba la muerte con coraje y dignidad, sentía que su vida se le iba", dijo Fournier en 2005 para la BBC de Londres.
Omaira para ese entonces era un muerto viviente. En la foto se ve cómo de sus manos pálidas cuelga la piel humedecida tras 60 horas de estar inmersa en un charco. Podrido el cuero. Sepultada hasta los hombros en esa inmundicia de agua estancada, lodo, basura, costales y granos de café y muertos. Decía que a pesar de tener los pies atrapados podía tocar la cabeza de su tía hundida y aplastada por la casa en la que vivían. Y nos mira.
Lo único que parece vivo es la piel del rostro, tostada por el sol y lozano por la sangre que forzosamente sube a su cabeza por la presión que el barro y el agua ejercen sobre su pecho, y que también oscurece sus ojos. Mira la cámara pero no le roba el alma, como creen algunas culturas o grupos indígenas. Ésta ya se ha ido.
Y todo lo que rodea la foto solo ayuda a que esa mirada sea más oscura. Los socorristas que la halaban con sogas para intentar sacarla, la motobomba que nunca llegó, los periodistas que la rodeaban, la angustia que ella tenía por un examen de matemáticas que debía presentar, y sus últimas palabras "tengo sed", como Jesús en la cruz.
Omaira se murió y ahí se quedó. La lloraron, le echaron cal encima y el sitio es hoy un lugar de peregrinación. Dicen que hace milagros. En las ruinas de Armero venden películas con la agonía de la niña de 13 años. Sus ojos negros también están en llaveros y otros suvenires. La mártir pasó de símbolo a objeto kitsch.
Fournier ganó el World Press Photo de 1985 con esa imagen que le dio la vuelta al mundo. Y cada año el rostro de Omaira regresa en noviembre para recordarnos de su tragedia. Yo tenía 7 años cuando ocurrió lo de Armero y desde entonces esa foto no la tolero. No encuentro en su mirada el coraje o la dignidad de los que habla Fournier. No veo nada. Patetismo, tal vez. Pero no el de ella, el nuestro.
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